La noche del discurso del presidente Macri sobre la reforma militar circulaba una encuesta que indagaba si la gente “apoya o no el anuncio de Macri respecto de que las Fuerzas Armadas intervengan en represión interior”. Pedían reenviarla exclamando “todos debemos votar el No”. El sondeo binario era tramposo. La pregunta correcta es si este tipo de cuestiones debe debatirse, o no, en el Congreso Nacional. La Constitución le otorga, desde el Preámbulo, la preeminencia en las decisiones soberanas para “proveer a la defensa común” y “asegurar la paz interior”. Y a ello concurrieron tres leyes madres: de Defensa, de Seguridad Interior y de Inteligencia, entre fines de los 80 y fines de los 90.
El ministro de Defensa José Pampuro impulsó en 2003 una “agenda democrática de la defensa” con la participación de un grupo de expertos civiles y militares para encarar los deberes atrasados de la modernización de las Fuerzas Armadas No tuvo la concreción parlamentaria proyectada, ni se aplicó la ley de “reestructuración militar” de fines de 1998. La sucesión de ministros de Defensa –Nilda Garré, Arturo Puricelli, Agustín Rossi– sepultó esas tareas y las reemplazó por la práctica de cooptar/asociar a los generales, almirantes y brigadieres más sumisos, pasando a retiro a los reticentes al ninguneo profesional, a la pobreza presupuestaria, al deterioro del sistema de armas y/o a la reanudación de los juicios de lesa humanidad, agigantando la burocracia ministerial.
Su tarea central fue poner bajo sospecha a millares de uniformados de los 70 aplicando la teoría del “dominio del hecho”. En el caso de los egresados en democracia, fueron perseguidos los “portadores de apellidos” de altos mandos de la dictadura, de decenas de militares asesinados o caídos en combate con la guerrilla, y de los más de dos mil en prisión preventiva o condenados de por vida. Un video distribuido por el CELS denuncia a Macri por eliminar como excluyente misión guerrera del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea –instituida por decreto de Garré– el combate contra ataques de un Estado agresor. Le endilga el fin de reintroducir la doctrina seguritista del “enemigo interno” y resucitar la inteligencia interior contra la protesta social. Justamente, es lo que un ex jefe del Ejército con gran sintonía política con la “década ganada” habría estado ejerciendo como jefe de la inteligencia castrense “nacional y popular”. César Milani, hoy preso por presunta complicidad en torturas y desapariciones, derrumbó el relato.
Hoy urge una ley sobre la actualización del rol de las Fuerzas Armadas por la cual el sistema de defensa contribuya eficazmente a fortalecer el sistema de seguridad pública, incluso autorizando a sus efectivos a empeñarse en intercambios de fuego con civiles armados, narcos y/o terroristas, nativos y/o de cualquier nacionalidad. No alcanza con los decretos de Macri que los faculta a combatir contra “agresiones externas” a secas e intentan cambiar la doctrina. Al estar subsumidos los delitos castrenses en la Justicia civil penal, en caso de producir bajas a un enemigo “no estatal” los militares podrían ser acusados de asesinato por los abogados de los delincuentes abatidos. Si la ley no faculta a declarar “zona de guerra” al ámbito de esas acciones, los militares podrían ser procesados por uso “desmedido” de la fuerza.
Dotados y entrenados para matar o morir, los soldados tienen mínimas posibilidades de regular los estragos del fuego propio. Que, según la doctrina, debe ser suficiente para “aniquilar” al enemigo, a diferencia de los miembros de las fuerzas de seguridad con armas disuasivas que preservan la vida; pero, si matan, aun en defensa propia o de un tercero, pueden ser imputados. El soldado subrogando al gendarme es una apuesta contra natura si no lo protege la ley.
El decretazo es un débil recurso de doble filo. Y suscita la sospecha de que persigue anular los efectos sociales de la “tormenta” económica, apelando a la última ratio del monopolio legal de la violencia.
*Sociólogo y periodista.