Volvió a asomar el solcito. La primavera está entre nosotros. Buen momento para tomarse todo en solfa.
El chiste de la semana lo hizo Mauricio Macri. Dijo el jefe de Gobierno porteño, al cuestionar la manera tortuosa y veloz en que el Gobierno logró media sanción para su Ley de Medios:
—Este es el gobierno más fascista que hemos tenido en años. No convaliden a este gobierno fascista que se lleva por delante a todo el mundo.
Lo gracioso es que Macri dijo lo que dijo acompañado por el español José María Aznar, quien presidió su país gracias al apoyo de lo que aún queda allí de franquismo puro, y al chileno Sebastián Piñera, a quien del otro lado de la cordillera suele acusarse de conspicuo pinochetista.
No pretendemos decir con esto que el verdadero fascista de esta escena vendría a ser, por portación de amigos, el propio Macri. Nada que ver. En todo caso, el hijo de don Franco aún nos debe definiciones contundentes sobre el carácter de su gestión, en la que, a dos años y medio de haber asumido, no ha llegado a exhibir la capacidad de dar pie con bola para que, según prometió, algún día esté bueno Buenos Aires. Sólo queremos decir que los dichos de Mauricio sonaron bastante cómicos, en línea con su ya dilatada estrategia de ubicarse allí donde puede mostrarse distinto de los Kirchner, lo cual hasta ahora sólo ha servido para insinuarse diferente y no por ello mejor.
Fue gracioso el desempeño de la oposición en general. Tras despotricar contra la idea de que la Ley de Medios oficial estaba hecha a la medida de las telefónicas, Cristina mandó dejarlas afuera y los opositores, ya sin caballito de batalla, en vez de sentarse a fiscalizar la letra chica del tratamiento express del proyecto en Diputados sólo atinaron a retirarse de la sesión, agrandando todavía más los márgenes de discrecionalidad con que la pingüinera hizo funcionar la maquinita alza-manos.
Lo más cómico de todo fue que, en una ley donde oficialismo y oposición parecía que peleaban por ver quién representaba más a una sociedad necesitada de oportunidades para acceder del modo más barato y masivo a las ventajas que otorgan las nuevas tecnologías, fue la misma sociedad la que deberá seguir esperando vaya a saberse por cuánto tiempo que alguien le permita tener teléfono, Internet y tele por el mismo “caño” y a menor costo.
Así, la Casa Rosada llegó al entretiempo imponiéndose uno a cero en su plan de mínima, consistente en achicar a Clarín y agrandar el poder de policía que tendrá el Estado para discernir quiénes y qué se informa. La bolsa de gatos en que se convirtió el debate terminó dejándolo preso de una disputa de poderes en la que los ensalzados beneficios para la población quedaron en el décimo renglón.
El retiro en masa de la sesión en Diputados llamó mucho la atención. Ni en el tratamiento de la Resolución 125 ni en el del blanqueo de capitales habían sobreactuado tanto. La única explicación posible es que el antikirchnerismo le da la misma importancia crucial al futuro esquema mediático nacional que el kirchnerismo, pero tratando de demostrar que lo suyo es al revés. Es decir, la otra cara de la misma moneda. Ayer, la desprestigiada Iglesia dio en el clavo: nada es más importante hoy que ponerse a trabajar contra la pobreza. ¿Por qué ese asunto del que sí depende el fondo de la democracia no ocupa el centro del debate?
Confundida, enroscada en vedettismos berretas, rendida a una falsa lógica de derecha-izquierda que no le importa a nadie y sin consignas terminantes, la oposición ha sido la que más embelleció a un Gobierno que, plantee lo que plantee y más allá de sus ocultas intenciones, sabe transmitir lo que quiere y hacer alianzas para lograrlo. Hay que decirlo: mientras espera el momento de decidir quién será su líder, la oposición se ha dejado liderar por Clarín. Hay que decirlo, también: los K trabajan más duro que los anti K.
Ya que le interesa tanto el asunto, démosle la derecha a Macri. Algo fascistoide hay en los Kirchner. Tal vez sean, básicamente, sus teóricos de cabecera. Néstor y Cristina se han mostrado varias veces admiradores de los politógos Ernesto Laclau y Chantal Mouffé. El es argentino, ella belga y están casados. Chantal admira al sociólogo alemán Carl Smith, un viejo defensor de las raíces nacionales y populares del nazismo, de los liderazgos fuertes, de los pueblos como masas más emotivas que racionales y de la generación permanente de conflictos para atraerlas, casi deportivamente.
Algo de eso ha habido en el proceder del matrimonio gobernante, es cierto. No lo es menos, sin embargo, que, del otro lado del mostrador, hasta ahora se ha optado más por los juegos de palabras, los tiempos televisivos y los gags que por fijar una agenda que nos saque del pozo.