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Los jóvenes y el verano

¿Solo quieren divertirse?

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Qué tema. En la adolescencia de los hijos, el ámbito del ocio se vuelve una preocupación para padres. | cedoc

La diversión se ha vuelto una obsesión. Una presa codiciada que se persigue a toda costa y en todo momento. Otra vez el verano revela cómo los jóvenes se divierten y para ello despliegan rituales que no hacen más que reflejar los modos de vida imperantes. Definitivamente, la diversión ya no es una consecuencia lógica de alguna actividad lograda, sino su propósito, su mera razón de ser.

Fue David Riesman, sociólogo estadounidense, quien a mediados del siglo pasado detectó un cambio incipiente en la sociedad norteamericana: el pasaje de una intro a una exodirección. Esto es, la transición de un obrar humano impulsado por una fuente interior –fruto de elecciones personales– hacia prácticas heterodirigidas, que centran su atención en las señales procedentes de los otros, en los deseos y las expectativas ajenos. Mientras que el sujeto de dirección interna es capaz de mantener un equilibrio entre sus propias inquietudes y las exigencias del ambiente, para el individuo de dirección externa el peso está puesto en el afuera y el sentido viene marcado por sus contemporáneos, con especial énfasis en el grupo de pares.

Hoy por hoy, la gestión del tiempo libre resulta ser motivo de desvelo parental, particularmente en vacaciones. No se trata de un tema banal; más bien traduce los hábitos de los miembros de una familia, así como la dinámica del conjunto. Nos habla de sus prioridades, del nivel de conflictividad manifiesto o latente, de qué es lo que se comparte y también de las zonas de autonomía personal. Está claro que, arribada la adolescencia de los hijos, el ámbito del ocio suele volverse una preocupación para padres y madres que padecen la incomodidad de no poder controlarlo todo y deben resignarse –con mayor o menor éxito– a salir de un espacio central para participar de la situación desde algún otro ángulo. En no pocos casos se ven compelidos a ejercer un acto deliberado, cada vez menos frecuente: el voto de confianza. Y como esta acción no solo incluye al hijo, sino que además evoca su proceso de socialización, la revisión de cuentas se torna ineludible. Un desafío en épocas en que la dirección externa se hace presente, complejizando el escenario y tensando al extremo las relaciones intrafamiliares.

A lo anterior se suma hoy que el viraje se produce en contextos de inseguridad en los que los eventos luctuosos son moneda corriente. Los jóvenes se insertan en un sistema perverso –aunque largamente normalizado–, cuya índole apenas se visibiliza de a ratos y cuando las circunstancias lo imponen. Es entonces cuando reparamos en las secuencias que se suscitan cual ritos de iniciación: nocturnidad, estridencia, consumo de alcohol y sustancias, violencias desatadas. Códigos de un movimiento que conduce a estados pendulares entre lo extático y lo frenético, y que trazan una espiral de riesgo cruzada por la sobreestimulación sensorial, la irracionalidad, la exaltación y la desregulación. La desintegración de la individualidad en lo colectivo aparenta ser actualmente el antídoto contra el agobio. Y la huida del aburrimiento, una meta hacia la que se encaminan las voluntades disociadas en agitadas experiencias de excesos.

¿Son los jóvenes el nudo del problema? ¿Son solo ellos? Lo cierto es que sobre ellos se fija la mira. Que son apáticos, que son irresponsables, que son superficiales a causa de las tecnologías digitales. Llegados a este punto cabe remarcar que las juventudes son realidades tan heterogéneas que cualquier generalización sería imprecisa. Y que las rutinas juveniles, tan controvertidas, son emergentes de la sociedad turbulenta que construimos entre todos. Somos nosotros, las y los integrantes de las generaciones precedentes, quienes continuamos ocupando aquí un lugar protagónico.

*Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.