Aquel viejo filósofo, siglos antes de Cristo, se preguntó un día bajo los azules cielos de la Hélade “¿Para qué sirven los gobiernos?”, y se contestó presto “para hacer felices a los gobernados”. Y encantado con su descubrimiento, de cara al mar, siguió tomando el rojo vino que de la crátera le servía un esclavo. Estuvo sensacional el viejo sabio, ¿no le parece, estimado señor?, ¿no está usted de acuerdo, querida señora? Puede ser que alguien diga que los gobiernos sirven además para otras cosas, pero se me hace que esas otras cosas (educación, prosperidad, seguridad, atención médica, belleza incluso en ciudades y campos) vienen, no sólo con su existencia, sino además con su eficiencia, a reforzar aquello, lo de ser felices que significa también estar tranquilos, despertarse con optimismo, esperanzas, alegrías, e irse a dormir con el cansancio dichoso de haber cumplido los deberes de cada uno y haber hecho buen uso de sus derechos. Estupendo. Espero que desde allá en donde esté, un paraíso dedicado a los grandes pensadores, nuestro sabio filósofo sonría con benevolencia y piense de nosotros “esa gente sí que es feliz”. Porque somos felices, no me diga que no. Lo tenemos todo, no nos falta nada y cada día que pasa estamos mejor y sabemos que nuestros hijos y nuestros nietos van a seguir gozando de esta bienaventuranza que nos llega desde lo más alto del poder. Nos sentamos frente al televisor y ni siquiera tenemos necesidad de buscar porque en vez de las tonterías huecas y de mal gusto que suelen asolar otros televisores de otros países, nosotros tenemos el mensaje perfecto acerca de nuestra situación. Y cuando lo apagamos, al televisor, digo, y hacemos balance de lo que hemos visto y oído, ya podemos mirar dichosos al cielo azul de nuestra Hélade que no es la del viejo sabio, pero se le parece mucho sobre todo en esta época del año cuando nos aprestamos a vivir un nuevo período de bonanza y riqueza. Fíjese usted, querida señora, fíjese en todo lo que tenemos. Las más altas esferas del Gobierno nos aseguran que nunca hemos sido tan ricos como ahora; que podemos reírnos con ganas de esos otros territorios del mundo en los que hay un pequeño grupo de gente rica y el resto lucha y se desangra tratando de llegar a fin de mes, sin contar a los que ni casa tienen y viven en la calle o los que mendigan para comer o los que buscan desesperadamente un trabajo que los sostengan. Nosotros no: nosotros somos ricos. Nuestros chicos y jóvenes tienen la mejor educación que pedirse pueda, en colegios sostenidos y controlados por profesionales de la educación que no se cansan de buscar más y mejores maneras de lograr que las futuras generaciones lleguen a la plenitud de sus vidas en las mejores condiciones de cultura general y especial. Tenemos la mejor medicina al alcance de todos; nadie tiene que andar pagando de su bolsillo a algún médico porque todos y los mejores son pagados por ese gobierno que nos hace tan felices. No tenemos deudas y si las tenemos, las honramos lo más limpia y rápidamente posible. Tenemos petróleo, agua, electricidad, las tres cosas a raudales para cocinar, calentarnos en invierno, refrescarnos en verano, hacer andar los ascensores, las computadoras, los teléfonos y todo lo que necesitamos para comunicarnos, entretenernos, estudiar, concursar, lo que sea que queramos hacer. El comercio florece y si bien es cierto que hay gente desagradable como el señor Coto, la señora Gallega, el señor Carrefour, que suelen querer pasarse de los límites para ganar más de lo que es razonable, también sabemos cómo poner límites a esas pretensiones, con ojo avizor y siguiendo el ejemplo de nuestros gobernantes y funcionarios que jamás pero jamás pensaron siquiera en agregar dineros malhabidos a lo que honestamente cobran por trabajar denodadamente a favor de la felicidad de los gobernados. Claro, con todo eso hemos aprendido a ser tolerantes y comprensivos con nuestros semejantes. Han disminuido drásticamente los divorcios y ya no hay maridos o novios golpeadores, qué horror, ¿se fijó que en otras partes del mundo son una plaga contra la que hay que luchar día a día? No hay peleas en las familias o entre amigos porque todo, los celos o las diferencias en religión, política o arte, se resuelve con amigables conversaciones de café o de sobremesa. Por eso le digo: ¿felices? Más que felices, amigo mío.