COLUMNISTAS

Somos nosotros

Hablar de “nuestra” democracia supone pensar en cómo somos. Cómo somos los que poblamos las franjas informadas urbanas, no los millones de argentinos cuyo largo plazo –cuando amanece– es el mediodía; faltaría que a sus aflicciones sustantivas le añadiéramos adjetivos.

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Hablar de “nuestra” democracia supone pensar en cómo somos. Cómo somos los que poblamos las franjas informadas urbanas, no los millones de argentinos cuyo largo plazo –cuando amanece– es el mediodía; faltaría que a sus aflicciones sustantivas le añadiéramos adjetivos.

Somos impacientes, oportunistas e irresponsables (y empeoramos en cuanto vamos alejándonos del abismo escalofriante). Somos inconstantes, fundacionales, malpensados y acomodaticios. Jugamos “con cosas que no tienen repuesto” (Serrat). Nos parece una broma pesada el aforismo de Hegel “el Estado es la realidad de la idea moral” (Borges). Reímos con auto conmiseración cuando leemos: “Algunos nacen con suerte, otros en Argentina” (grafiti). Somos nosotros.

1989. La hiperinflación inducida con salvajismo, la sorna residual de la corporación militar, la disolución del salario y los saqueos nos obligaron a descreer en lo que nunca debimos haber creído: que bastaba con la democracia para comer, curar y educar. Alfonsín se fue y vino Menem a malversar todo lo que tenía el primer peronismo de subsuelo de la Patria sublevado.

Raquitizó el Estado, que como árbitro fue injusto y como interventor fue excluyente. Las persianas que se cerraban guillotinaban el imaginario del trabajo como motor de la movilidad social ascendente. Una Corte Suprema de confección transformó la frase del juez Jackson de la Corte Suprema de los Estados Unidos (“no tenemos la última palabra porque seamos infalibles pero somos infalibles porque tenemos la última palabra”), en la más despiadada: “Tendremos la última palabra mientras hagamos lo que nos dicen”.

Creímos que había llegado la hora de un sujeto político progresista y moderno, sin advertir que ninguna hora decisiva llega sin la paciencia de poder desposar los sectores populares con las franjas informadas urbanas. Progresismo supone la actitud de llevar adelante un proceso que incluya la justicia social. Un peso sostenido por la presencia argentina en el mundo nunca podía valer igual que un dólar sostenido por la norteamericana, y esa mansedumbre expulsiva de los más necesitados nos costó caro: represión y muertes en diciembre de 2001, De la Rúa que no viajó ni en tren ni en avión sino en helicóptero, tres presidentes más y la llegada de Duhalde.

En emergencia, ideó su propia versión del desahogo: Plan Jefas y Jefes y la ley de genéricos, para que decenas de millones de argentinos pudieran respirar para oír que “estamos condenados al éxito”, y sacar al barco de la escora ratificando una vez más que lo más predecible que tiene la Argentina es que cíclicamente se vuelve impredecible. Otra vez la muerte (Darío Santillán y Maxi Kosteki) decidió el cronograma electoral: en mayo de 2003 asumió Néstor Kirchner.

Una nueva Corte y una política de derechos humanos pensada desde la pertenencia histórica, la valorización del trabajo y del Estado, la restauración de la presencia presidencial y la recuperación del poder adquisitivo transformaron “el viento de cola” (así explican algunos todo lo que es bueno pero ajeno) en una presidencia que terminó con altos índices de aprobación.

Cristina Fernández de Kirchner afrontó desde temprano diversos conflictos. El del campo fue el más dañino. De las intenciones de sus fogoneros, ninguna frase da cuenta como la pronunciada por Eduardo Bussi: “Demostramos que podíamos desabastecer”. El conflicto tuvo mucha adhesión. “Todos somos el campo” fue una consigna simple y lo cierto es que de quienes acompañamos a este gobierno no surgió una contraconsigna. Y no hubo un deseo compartido de las clases urbanas informadas y de los más humildes de reivindicar un país no sectorial (si es con exclusión es con violencia), de traducir en hechos la creencia de que es posible “vivir entre nosotros” (Diego Caramés). Faltó un sujeto político.

Convencido de que debemos encontrar un modo de vivir entre nosotros, y que se puede, menciono algunos nombres: Martín Sabatella (intendente de Morón), Claudio Lozano (diputado nacional), Carlos Heller (cooperativista), Gabriel Mariotto (titular del Comfer), Miguel Peyrano (ex ministro de Economía), Víctor de Genaro (sindicalista). Su coherencia, su paciencia, su laboriosidad y su convicción de que es posible vivir entre todos nosotros son una certeza sedante entre tanto enigma enfermizo.


*Canciller de 2003 a 2005.