Un poco por casualidad, cayó en mis manos el boletín que trimestralmente publica la editorial francesa Gallimard. Una novela me llama la atención. Su autora es Laurence Cossé, y el título, Vous n’écrivez plus? (¿Ya no escribe?). El resumen publicitario dice así: “Cuando hojeamos los catálogos de las grandes editoriales, donde figuran los nombres de todos los autores publicados, nos recorre un escalofrío. El 95 por ciento de esos nombres son hoy autores olvidados. Muchos de ellos se eclipsaron después de haber publicado a lo sumo un libro, o dos. ¿Cómo siguieron sus vidas? ¿Qué hicieron? ¿A qué se dedicaron?”.
En general, se va a las librerías de viejo a buscar libros raros, agotados, preciados. Yo también lo hago. Sin embargo, desde hace ya cierto tiempo, disfruto del recorrido inverso. Siento un inmenso placer en rozar con mis manos esas decenas de libros, esas centenas de autores olvidados, perdidos, ignotos. Así, hasta llegar a la siguiente conclusión: la única razón por la que vale la pena ir a librerías de viejo es para encontrarse con esos autores olvidados, novelistas de un solo libro, poetas relegados, editoriales quebradas.
No hay un dejo de ningún romanticismo vulgar en esta situación. Que nadie espere que de entre esos autores olvidados, surja un gran escritor, descubramos algún talento oculto, reescribamos la historia de la literatura. Todo lo contrario: en general son malísimos, rápidamente se entiende por qué abandonaron la literatura. Pero justamente por eso, por haber tocado ese nudo secreto, ese punto cúlmine, esa cuerda floja (la cuerda floja del fracaso terminal) es que entienden el juego de la literatura como nadie; lo entienden como no lo pueden entender, ni lo entenderán jamás, el grueso de los escritores; esos escritores estándar, los que publican un libro, luego otro, y más tarde otro más, todos escritos en un castellano normal, medio: sale la novela en una editorial convencional, sale la reseña en un diario convencional, salen unos pocos ejemplares en una librería convencional. He aquí un escritor socialmente aceptado como tal.
Pues no. En las librerías de viejo están esos otros, los que nadie acepta como escritores, los que la propia literatura relega. Los impresentables. Ocurre que se esconde allí, en esa desdicha, un secreto que nunca lograremos asir; el secreto del arte.
Hace poco, en una librería de viejo en La Paternal, encontré la colección completa de la revista Vértice, que editaba Julia Prilusky Farny en los años 50. Prilusky Farny era una mala poeta, con cierto renombre en su época, hoy completamente olvidada. Llamé a un amigo escritor, y hablamos un buen rato sobre Vértice (intuimos que probablemente haya sido la primera revista literaria en un formato pequeño, no muy diferente a Disco, la revista que dirigía J.R. Wilcock por esa misma época), luego la charla derivó en Número, la revista que a principios de los 60 publicaba Mario Benedetti en Montevideo, y que era realmente muy buena (en el número 2 de su segunda época, de julio de 1963, Benedetti traduce Psicoanálisis: una elegía, un irónico y magnífico poema de Jack Spicer, seguramente la primera traducción en castellano de ese buen poeta), para luego seguir charlando sobre lo aterrador de la obra posterior de Benedetti, y otros bueyes perdidos.
Y luego pensé: los escritores sueñan con la posteridad, es casi un lugar común. Pero la posteridad siempre es fantaseada como un éxito, una relectura masiva de su obra, una influencia decisiva sobre las siguientes generaciones. Pero quizás el genuino reconocimiento, la descendencia más interesante, el linaje más crítico, el éxito mayor, aquello que desearía alcanzar algún día como escritor, la verdadera posteridad literaria sea esta otra: un libro olvidado, encontrado en una librería de viejo, un diálogo entre dos escritores sobre ese libro que ya no le interesa a nadie, sólo a ellos, por un instante al menos, un instante eterno; hasta que cambian de tema de conversación.