COLUMNISTAS

Sopa

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Hay que admitirlo, no eran baladronadas. Daban ganas de asumirlas como provocadores gritos de guerra que no trascendían el zócalo de la retórica. En muchos casos lo quise ver como expresiones de deseos, cargadas de voluntarioso entusiasmo, pero sin perspectivas ciertas de ejecutarse. Cuando la Presidenta volvió a endilgarnos una cadena nacional esta semana, me resultó imposible negar que cuando decía que iban “por todo” era porque estaban resueltos a desmentir a la realidad. Su praxis cotidiana es la suprema definición del sadismo autoritario: ¿no les gusta la sopa? Entonces, ¡más sopa!

La mítica ley “de medios” 26.522 por la que se jugó entero el kirchnerismo, consigna en el artículo 75 que el Poder Ejecutivo sólo puede poner en práctica la “cadena” nacional de radio y TV cuando el país vive “situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional”. El Gobierno viola alevosamente su propia ley fetiche. La tarde del miércoles, cuando la Presidenta se apoderó de 40 minutos de las emisoras privadas de radio y TV, ¿la Argentina vivía –acaso- un momento de gravedad excepcional? ¿Hizo ella algún anuncio de trascendencia institucional? ¿Lo era notificar que toma mate cocido, pero no mate? ¿Era tan urgente para el país retarlo en público al senador “Miguel” (Pichetto) por llegar tarde? ¿Necesitaba la Argentina una nueva cadena para escuchar gazapos groseros, como lo de las costas “chilenas” del “río” Lácar, o la burda deformación del latín con su traducción casera del Solve et repete (http://www.pepeeliaschev.com/audios/nuevo-cadenazo-15547)?

El error consiste en suponer que quienes hoy conducen a la Argentina se proponen combinar talentosamente lo bueno para el país con lo bueno para el Gobierno. Algo fatídico revelan las cadenas seriales del Gobierno: el fracaso de los medios desplegados para diseminar el credo oficial: los miles de millones de pesos derramados por la Casa Rosada para financiar su vasta red de diarios, radios y televisiones amigas están solo destinados a enriquecer a sus operadores, pero mediáticamente fracasan. Solo convencen a los convencidos. Al encadenar de prepo, el Gobierno revela su inexorable indigencia y solo genera más rechazo. ¿Por qué no lo pueden admitir y obrar en consecuencia? Una estrambótica pulsión a tropezar con la misma piedra de su propio infortunio lleva al núcleo gobernante a reiterar prácticas y mecanismos que no solo no funcionan como ellos imaginan, sino que además descerrajan consecuencias adversas peores. Hay empecinamiento caprichoso, y suprema manifestación de resentimiento en esa necia repetición de meteduras de pata, importantes y reiteradas.

El mismo día del nuevo cadenazo presidencial en la Argentina, Venezuela evidenció la tenebrosa profundidad de su descomposición. Esa noche, el canal chavista GloboVisión transmitió el tremebundo desfile cívico-militar presidido por Nicolás Maduro con la excusa del 200º aniversario de la batalla de La Victoria, librada durante la guerra de independencia de Venezuela, el 12 de febrero de 1814. Maduro y los militares que gobiernan el país armaron un desfile interminable de millares de soldados, que, excitados por belicosas marchas militares, se presentaban ante los jerarcas del palco presidencial levantando sus piernas rítmicamente hasta las rodillas, o trotando como si fueran al combate. La mayor parte de los oficiales y la tropa desfilaban con sus caras pintadas de betún. Gritaban al unísono un “¡Antiimperialistas! ¡Chavistas!”, mientras unos desaforados locutores oficiales vociferaban la palabra “revolución bolivariana” a razón de una vez cada 30 segundos. Los jefes de los batallones presentaban honores al “presidente obrero” Maduro y juraban lealtad a la “patria socialista”. Sobre el final, los fierros: impresionantes destacamentos de artillería y caballería blindada mostraron su nuevo armamento ruso, con lanzadoras misilísticas e incluso carros de transporte de cohetes de largo alcance “para defender a la revolución”. Espectáculo siniestro, escalofriante: un país armado de un arsenal y unos recursos humanos militarizados sin parangón en toda América Latina. Caracas parecía Pyongyang o Teherán; también evocaba al Moscú de la era soviética, sus paradas militares imponentes y su dirigencia pasando revista.

La Argentina no es ni puede ser Venezuela. Al lado del colosal aparato militar de la Venezuela de hoy, el equipamiento y el nivel de preparación militar de este país es irrisorio, inexistente. No se trata de una equiparación literal de países, situaciones y gobiernos. Creo advertir en estas construcciones ideológico-estatales una enceguecida confianza en el desenlace final de sus esquemas tácticos, aunque se malogren en la marcha. Maduro, por ejemplo, proclama todos los días la necesidad de la paz, mientras se regocija por haber montado, en una Venezuela asolada por la escasez y el desabastecimiento, la máquina bélica más lustrosa al sur de los EE. UU. Cristina Kirchner y los intelectuales estatales que la apoyan, hablan de consensos sociales y políticos para cuidar precios y salarios, mientras ratifican la soberbia impenitente de su cerrazón visceral. Los cadenazos y las arengas desde el balcón interior muestran vaciamiento y ensimismamiento político.

La Argentina y Venezuela no son lo mismo, pero el sentido de los acontecimientos y, sobre todo, la naturaleza humana de ambos regímenes son oscuramente similares. Ninguno de ambos gobiernos parece resuelto a modificar su esencia. Creo que ése es el problema central.

 

www.pepeeliaschev.com – Twitter: @peliaschev