Ese era el mensaje que, en su última época, tenía Fogwill en su contestador. “¡Soy yo, yo, yo!” funcionaba como un suplemento de carácter, como su temperamento declinado tres veces (yo, yo, yo), como si no hubiera dudas sobre su estilo, su personalidad, y sobre eso que, muchas veces de manera abusiva, llamamos identidad. Porque la identidad no es algo fijo, monolítico, compacto, sino una situación cambiante, móvil, e incluso intercambiable. Algo de ese orden -del orden de lo intercambiable- me ocurrió en esta misma página la semana pasada. Mi columna –titulada “Juegos entre flaubertianos”- salió publicada con la firma de Quintín, mi habitual vecino. Y la de él –llamada “Curiosidades aireanas”- se publicó con mi firma. Una mano negra o un involuntario error en la cadena de producción del diario, cambió las firmas, la identidad de quienes habíamos escrito ambas notas (involuntario error es una frase que siempre me dio curiosidad en su redundancia: si no fuera involuntario, no sería un error: si fuera adrede, sería un sabotaje). ¿Estará Quintín de acuerdo con lo que yo escribí sobre Flaubert? ¿Le habrá molestado firmar mi nota? Por mi parte, me enteré del hecho en una quinta en Vicente López, cuando un amigo, que había leído mi falsa columna, me dijo: “¡Siempre escribiendo sobre Aira!” A lo que yo respondí: “Bueno, Flaubert es mejor que Aira…”. Ante lo cual, mi amigo agregó; “Ya estás como Quintín, que piensa que ‘nada de lo que la literatura escribió después de Bouvard y Pécuchet le llega a los talones’ ”. Creo que mi amigo dijo además que esa frase le parecía demasiada soberbia, arbitraria y pretenciosa, y en ese instante, al escuchar esas palabras, comencé a dudar si esa frase no sería mía…. Efectivamente lo era. Luego de un momento de zozobra e impotencia ante el hecho consumado, me entregué a leer la nota de Quintín que llevaba mi firma. No compartí algún comentario levemente malicioso sobre la Biblioteca Nacional (en mi opinión, ésta es la mejor gestión de los últimos treinta años), y a la vez me quedé con las ganas de que desarrolle más su hipótesis acerca de que “Aira es el Proust de las pampas” (a esta altura, yo sería proclive a afirmar, en cambio, que “Proust es el Aira de París”) pero no puedo opinar más: la nota versa sobre los últimos dos o tres libros de Aira, que aún no leí. No obstante, en un pasaje, Quintín escribe “Como voy poco a Buenos Aires…” línea que disparó en mi amigo la sospecha de que “todo el mundo se daría cuenta de que la nota no es tuya, porque vos vivís en Buenos Aires y Quintín en otra ciudad”. Me pareció una exageración: nadie sabe dónde vive nadie.
Sin embargo, llegado a ese punto, algo comenzó a ocurrirme. No me molestaba el cambio de identidad. Mejor dicho: no solo no me molestaba, sino que empezaba a disfrutarlo. No porque la nota de Quintín me había parecido buena; podría ser esa u otra nota, de él o de cualquier otro. Por un instante, me gustó sentirme yo mismo, hecho otro. Yo es otro. Como si en lugar de decir “Yo, yo, yo”, el involuntario error me hubiera llevado a decir “Él, él, él”. Como si me hubiera sacado de mí mismo, y yo, ese que firma hoy su propia columna (espero…), se hubiera vuelto un voyeur, un testigo de un malentendido imposible de resolver. Como la identidad misma.