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Sucesos argentinos

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¿Me equivoco en mi impresión o el punto nodal del atentado a la AMIA, es decir, determinar quiénes lo cometieron y quiénes lo ordenaron, ya no estaba para nada entre las preocupaciones principales de los argentinos? ¿Me equivoco en mi impresión o la necesidad de dar con los responsables de ese acto criminal dejó de ser un afán imperioso para la sociedad en general, para caer en ese vasto agujero negro del típico escepticismo nacional, adonde va a parar todo lo que no tiene arreglo y se sabe que va a quedar así? ¿Me equivoco en mi impresión o la desgarrada exigencia de verdad y de justicia fue convirtiéndose progresivamente en la consigna de un grupo inclaudicable, mientras para los demás se fue vaciando o se fue ahuecando, se fue haciendo pura abstracción, palabras dichas sin esperar resultados concretos?
Los noticieros argentinos, a los que estamos permanentemente expuestos, nos han acostumbrado a la idea de que la realidad en general tiene apenas dos facetas: la política local y los hechos policiales. Y es que constan, por lo general, casi tan sólo de esas dos secciones fijas; una dedicada a los dimes y diretes de la política criolla (tan a menudo reducida a eso: a dimes y diretes) y otra dedicada a los robos, los hurtos, los asesinatos, las violaciones. Para el resto de las cosas del mundo (la política internacional entera, las crisis económicas de otras latitudes, las guerras un tanto remotas, el terrorismo de tinte exótico, los procesos sociales distintos de los propios, etc.) suele bastar con una consideración más bien somera, un resumen presuroso o lisa y llanamente un flash, a menos que haya argentinos involucrados en los hechos o a menos que se trate de acontecimientos extremadamente graves y ocurran en París o en Madrid o en Nueva York. Esos restos de la realidad del mundo suelen merecer menos espacio y menos atención incluso que los avatares del deporte o que otros hechos en principio menos relevantes, como por ejemplo que empezó la primavera y los parques rebosaron de jóvenes, o que se puso de moda andar en bicicleta, o que es verano y hace calor, o que es invierno y hace frío.

En ese recorrido ligerísimo, el derrocamiento de un presidente en Egipto y una revista teatral que baja de cartel en Carlos Paz, los aprestos de combate en una frontera de Asia y la torcedura de tobillo de una bailarina en la televisión, se despachan casi de un mismo modo. Con lo cual se va produciendo ese efecto, acaso buscado, de que las cosas verdaderamente consistentes no pertenecen sino a uno de esos dos órdenes primordiales: la política vernácula o la esfera del delito. Viendo eso parece que vemos todo, que no existe nada más. Ni qué decir de la agitación que se produce cuando esas dos dimensiones confluyen superpuestas, cuando lo político y lo policial, como obedeciendo una indicación etimológica, se confunden como una misma cosa (entonces descuella, y con justicia, Elisa Carrió, verdadera especialista en el rubro).

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El atentado a la AMIA en 1994 pudo narrarse y pudo pensarse más firmemente mientras se mantuvo dentro de alguno de los dos encuadres habituales: la política local (la inserción de la Argentina en el Primer Mundo, que Carlos Menem prometió y pretendió haber conseguido) o la página policial (las turbias ocupaciones de Telleldín, el armado y desarmado de una Trafic). No bien la tragedia fue remitiendo a otros niveles (la pista siria, la pista iraní, la política israelí en Medio Oriente, las operaciones de inteligencia en cualquier parte, la guerra del Golfo de Bush), el asunto empezó a diluirse (o a diluirse como cosa argentina, para pasar a percibirse, según se le escapa cada tanto a alguno, como un problema de los judíos y nada más).

Ahora apareció muerto Nisman. La cobertura se activó como de costumbre: los dimes y diretes de la política local, reducidos a los drásticos binarismos tan usuales, y un fervor de crónica policial en el que todo el mundo se siente un Columbo pero nadie en definitiva lo es. Yo no sé si Nisman es, como se ha dicho, el muerto número ochenta y seis de la AMIA. Lo que es de desear es que no quede hundido en el mismo mar de incógnitas en el que permanecen hasta hoy los anteriores ochenta y cinco.