COLUMNISTAS

Supercherías

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En el apresuramiento alucinado desaparecen los tiempos de la reflexión. El verbo “hacer” no sólo suscita ambigüedades; también provoca aviesas confusiones. Triunfa el lenguaje del vaciamiento, se obliteran significados esenciales.
Hubo un ministro que hizo historia de la buena cuando confesó “me quiero ir”. Nada demasiado diferente de lo que exhibe el magisterio presidencial. Se fue del país para no estar aquí el 18 de julio. Sabía que tenía que irse, supo que no podía quedarse. Cada vez que ha sido necesario, ése ha sido el procedimiento elegido. A 140 días de haberle ordenado a la arrodillada mayoría oficial en el Congreso que “sacara” (sí o sí) la ley que convertiría en compromiso oficial el pacto con Irán, el Gobierno nada tenía para mostrar este jueves 18 de julio. Cero sorpresa: ella se fue a Bogotá por menos de 24 horas para consolidar ¿impostergables? acuerdos con Colombia.
Viajar es un placer sensual. Ella lo goza con frecuencia, y cada año invierte una semana larga en la siempre seductora Manhattan, con la excusa de las asambleas anuales de las Naciones Unidas, que desde hace décadas no mueven el amperímetro mundial. Tras el criticable (pero sobredimensionado) percance del avión presidencial boliviano en Europa, Cristina Kirchner se subió de inmediato al Tango 01 para solidarizarse con su colega y marchó a Cochabamba. Fue a abrazarse con el mismo Evo Morales que a fines de mayo de 2011 recibió en La Paz al ministro de Defensa de Irán, Ahmad Vahidi. ¿Cómo se “disculpó” Morales en aquel momento con la Argentina? Recibió al entonces presidente de la DAIA, Aldo Donzis, pero recién en julio de ese año, y le dijo que la recepción de Vahidi había sido “un inmenso error”. ¿Error? Cuando se denunció que ese jerarca iraní buscado por la Justicia argentina por el atentado contra la AMIA de 1994 estaba en Bolivia, el régimen de Morales apresuró la rápida salida del país de ese personaje clave del aparato de seguridad de la República Islámica. Esa fue la solidaridad boliviana con la Argentina.
Irse o quedarse, viajar u ocultarse, son tradicionales mecanismos de cualquier dispositivo político. A menudo carecen en sí mismos de escrúpulos éticos. Se apela a ellos para expresarse pero sin hablar, para posicionarse con los gestos. No tiene caso ofuscarse por los espasmos de cinismo ya tan crónicos en la Argentina. Puede hallarse consuelo, en todo caso, en la idea de que también ocurren todo el tiempo y en muchas latitudes. Y es cierto: el vicepresidente del Senado de Italia, el fascista Roberto Caldaroli, calificó a la ministra de la Integración del gobierno encabezado por el premier Enrico Letta, Cécile Kyenge, de “orangután”. Kyenge es una negra italiana nacida en el Congo. Cuando llovieron las críticas contra la gruesa obscenidad del senador racista, el tipo replicó que no había que exagerar, que ponerles nombre de animales a las personas no implica necesariamente faltarles el respeto. ¿O en la Argentina no se sigue llamando “gorilas” a quienes son abiertamente críticos del peronismo?
En el caso argentino, lo que hiere sin cesar es el uso explícito de la burla como ideología de gobierno. Para defenderse de las críticas al acuerdo de YPF con Chevron, la Presidenta sostuvo que “ahora” se oponen al acuerdo quienes quieren privatizar YPF. Notable pirueta: expropió a los españoles para lograr “soberanía hidrocarburífera”, pero les concedió todo a los norteamericanos, para evitar que la petrolera fuese “privatizada”. ¿Puede imaginarse una superchería más explícita? Es el mismo esquema aplicado con Irán: para “avanzar” en la investigación de una matanza impune, el Gobierno pactó una “comisión de la verdad” con los mismos imputados de cometerla.
Similar procedimiento se aplicó en materia de derechos humanos. Cuando el destacamento de inteligencia que trabaja para el Gobierno espolvoreó de insidia y mentiras la trayectoria de Jorge Bergoglio, acusándolo de haber “entregado” sacerdotes a los represores en la época del Proceso, no hubo cautela ni prudencia. El amague se lo comieron varios grandes medios del exterior que arribaron a Buenos Aires para tratar de conocer la supuesta “negra” historia del papa Francisco. No con César Milani. Bergoglio era un tenebroso colaboracionista de la dictadura, pero Milani es un buen muchacho de ideas nacionalistas. Palo y a la bolsa.
Con tenacidad infatigable, el Gobierno proclamó la desaparición de la verdad. En las trincheras ideológicas del dogma oficial, como la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, se enseña que la objetividad no existe. Es nada más que un mito burgués. Sólo hay compañeros y enemigos, patria y antipatria, verdad oficial y patraña destituyente. Tamaña y tan audaz inversión suscita un calambre existencial: cuando te mienten con tanto desparpajo, la reacción es tardía y confusa. Cuesta digerir falseamientos tan desmesurados. Debe ser por eso que George Orwell tuvo la osadía de escribir que “el lenguaje político (…) está destinado a hacer aparecer a las mentiras como verdades y al crimen como algo respetable, y darle apariencia de solidez a lo que no es más que puro aire”. Orwell (bautizado Eric Arthur Blair al nacer, en 1903) tenía pasión por la claridad del lenguaje, una fervorosa adhesión a la libertad y un abierto desprecio por el totalitarismo. Autor de 1984 y Rebelión en la granja, murió en 1950. Escribió: “Si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también corrompe el pensamiento”. Un experto en la Argentina.