Me interpretaron mal. Hasta los que aplaudieron mi columna, en su mayoría, macristas encubiertos.
Entre ellos hay una minoría que votó al PRO y que por motivos laborales o estéticos no se atreve a confesarlo. Pero la mayoría de los encubiertos mácricos votaron a los neoperonistas Filmus y Telerman.
Son gente que nunca fue peronista –ni siquiera en la época en que votaba al Frejuli y admiraba los éxitos de Quieto y Firme- nich–, el escenario actual vuelve a activarles el enano gorila que hiberna en su corazón y lo sienten estirar sus bracitos como desperezándose cada vez que la patota retrocede y la tele muestra el score favorable a esa mitad más uno que no es ñoqui, ni camionero, ni contratista de Enarsa o de la constelación de pingües negocios pingüinos.
Ni yo entendí cabalmente lo que estaba diciendo. Anunciaba que esta página –que, según la publicidad, “reúne a las mejores plumas de la Argentina”– tendía a parecerse a la prensa de las sectas trotskistas, usando más papel para discutir entre sí que para combatir al capitalismo. Y pese a ello, aquel día caí en la lucha de fracciones criticando cruelmente al compañero Spregelburd, de la columna de arriba, por elogiar, tratando de enmendarlos, los errores de Sarlo.
Nada te hace más cruel que un desengaño amoroso, aunque proceda de un amor intelectual al que permanezco fiel desde hace más de treinta años: de algún modo, la Sarlo es mi Beatrice.
Cuando piensa, su pluma, como los labios de la de Dante, “van dicendo a l’anima: Sospira”. Son suspiros de admiración y gratitud por tanto que revela. En mi caso, la gratitud se acentúan por tanto elogio inmerecido que me dedica en algunos ensayos y por haber operado con Saer y Arturo Carrera en el lobby que me consiguió una Guggenheim con la que liquidé partes de mis deudas del año.
Pero no es cosa del pasado. Vuelta a vuelta, vuelvo a contraer deudas intelectuales con Sarlo: la útima, hace menos de un mes, por su artículo “La literatura bienpensante” que publicó en PERFIL. Muchos lo elogiaron, pero pocos advirtieron que ensayaba una respuesta metodológica original para dirimir una cuestión siempre eludida en los suplementos culturales: la diferenciación entre novelas bien escritas y novelas verdaderas.
Si “amar es nunca tener que pedir perdón”, tal vez amar intelectualmente exija permanentemente perdonar. Por eso le perdonamos a la amada profesora que al calor de los hechos les haya exigido a Szuchumacher y Wolf que antes de aceptar cargos en la Ciudad de Macri se tomen ese tiempo que nunca reclamó a los artistas e intelectuales que colaboraron con Alfonsín, Saguier, Grosso, y con el defenestrado Ibarra.