Oscar Traversa (*)
Creo que ciertos comentarios acerca de la trayectoria y trabajos de Eliseo Verón en la nota que le dedica Damián Tabarovsky, no son para nada ociosos pues retoman, de modo singular, el trayecto de un intelectual argentino escasamente valorado en Francia –lugar donde desarrolló buena parte de su obra- y ambiguamente controvertido en nuestro medio. Pero esas páginas padecen de algunos defectos, varios de ellos biográficos que, si no son excusables, pueden justificarse por cierto modo reservado del manejo de la privacidad en Verón, la que siempre preservó, incluso para sus amigos.
Pero uno de esos defectos –que puede llamarse de información- merece ser atendido, pues reviste, como veremos, un papel ejemplar. Es el que se refiere a la valoración de un trabajo, presente en el número 15 de esa revista francesa Communications de 1970, con Verón aun residente en Buenos aires. Tal articulo se situaba en una línea de continuidad con otro realizado también en nuestro medio, que aportaba también un conjunto de valiosas precisiones acerca de la noción de analogía. Tabarovsky, para el caso, le adjudica a esa parcialidad el punto más alto alcanzado en su trayectoria. No se entienda como un reproche académico, trato de señalar un síntoma de lectura que lo desborda de lejos a su autor, es el que consiste en limitar el alcance de un edificio teórico a un segmento, situado en una serie. Serie que se instala en más de cincuenta años de trabajo, tal reducción suele presentarse en buena parte también de la enseñanza universitaria, cada quién fabrica un Verón según el orden o fragmentación de su lectura, motivada quizá –entre nosotros- por los largos periodos de ausencia.
Si de importancia se trata en esa etapa de sus investigaciones, se deberá prestar atención al número 20 de la misma revista y no al 15 correspondiente al año 1973, se trata de un número que estuvo totalmente a su cargo, donde hace publica una discusión sin precedente en torno a las relaciones entre sociología y la lingüística. Ese número suma ciertas propiedades que llaman la atención: no colaboran autores de los que se suele llamar “de moda” participan jóvenes, quienes lucían tendencias renovadoras, o de ser mayores, francamente diferenciados del conjunto más estabilizado (caso Antoine Culioli), buena parte, son de lengua inglesa. El prefacio y el posfacio –ambos de la pluma de Verón- distancian al número 20, incluso por su bibliografía –por ejemplo Goffman, Garfinkel o Lakoff eran casi desconocidos en Francia en ese momento, todo eso hace de esa pieza un objeto extraño, tanto para la semiótica para la sociología francesa de aquel tiempo; podemos decir un producto genuinamente extranjero. La indiferencia fue el premio a esas audacias.
Tabarovsky realiza un recorrido rápido sobre un conjunto de circunstancias que le sugieren un carácter enigmático e irresuelto, en cuanto a su estatuto como intelectual, quizá ese enigma se vea acicateado por diferentes circunstancias propias de esa suerte de mirada alejada, que se perfila en su nota (posiblemente esos enigmas irresueltos sean como las de cualquier vida). Pero que sin embargo de corregirse el punto de vista, ciertos trayectos podrían tomar una dirección diferente y quizá más interesante, veamos: ¿Cómo una vida doliente y feliz como todas pudo sostener un proyecto tan atrevido como proponerse explicar la singularidad semiótica del Homo sapiens, curiosamente consistente? y finalmente, que exitoso o no ese intento, no será posible dejarlo de lado, al menos para decir que es falso.
Es cierto que Verón trabajó, como tantos otros, como consultor en la Argentina y en Francia, es cierto también que en ese dominio fue un precursor, tanto en Argentina como en Francia. Pero es necesario agregar algo más, en su empeño de trabajo con muy distintos organismos públicos y privados debió enfrentar tópicos tan diversos como complejos: el transporte, la salud, la gestión cultural, la comunicación institucional, la alimentación, en sus diversas dimensiones discursivas; a esa diversidad, sin excepción, la enfrentó con instrumentos frutos de su reflexión, poniendo en obra las herramientas que el mismo desarrollaba. Y, en este punto, agrego algo a no dejar de lado: esa diversidad de trabajo no fue nunca materia de carga o de cínico desprecio –lo escribió- fue una fuente de experiencia, vivida como necesaria para sus avances científicos (escribió sobre el asunto).
Los cincuenta y pico de años de trabajo los vivió sin interrupción creativa, pasado los setenta inaugura la última etapa de sus investigaciones, la muerte lo sorprende delineando lo que pensaba como etapa siguiente de su último libro (2013), donde da cuenta de la extensión de su proyecto y articula para los lectores de hoy su largo e intrincado recorrido, por un lado, y por otro incluye múltiples señalamientos acerca de cómo articularlos con los hallazgos más recientes.
Tabarovsky tiene razón en que el trayecto trágico de esa vida (si tal variedad se entiende en su sentido primigenio) daría lugar a un libro interesante, pero no la tiene en que sería él –según refiere- uno de sus pocos lectores.
(*) Profesor consulto de la UBA, ex rector de la Universidad Nacional del Arte (UNA) e investigador en semiótica.