Escribo al día siguiente, en un ciber con pool en San Ignacio, provincia de Misiones. Estoy trabajando para un programa de televisión sobre libros; vinimos un equipo de cuatro personas a grabar el capítulo sobre Horacio Quiroga. Tengo que actuar de mí mismo, lo cual es bastante difícil porque nunca supe bien quién soy. En este capítulo me pierdo en la selva, sufro algunas peripecias misioneras, paso por las ruinas jesuíticas y desemboco en la casa de Quiroga. Mi única condición, cuando acepté el trabajo, fue: yo no me disfrazo. Pobre iluso. Ahora tengo que embarrarme porque se supone que me perdí en la selva, me dormí en el suelo entre víboras y hormigas carnívoras, y al menos tengo que estar sucio. No lo puedo hacer a medias, ya estoy metido en el baile, así que voy a un sendero entre las cañas detrás de la casa-museo y, pensando que es el fin de mi carrera de escritor, me zambullo en la tierra colorada, hago cuerpo a tierra, boca abajo, boca arriba, acá se van más de diez años de reputación en el campo cultural, me digo, tachame el Nobel por favor. Hago como una especie de crol en la tierra, me enfango, entregado a la nostalgie de la boue. Soy un comunicador, me repito, me debo a mi público y me sigo enterrando solo. O casi solo, porque de golpe, cuando parece que me estoy rascando el lomo en el piso como un perro pulguiento, veo que una parejita de turistas culturales me está mirando. Hola. Hola, me dicen asustados.
Cuando me levanto ya soy otro. Una especie de Rambo famélico, camuflado, confundido con el follaje, compenetrado con la naturaleza. Telúrico, selvático. Un porteño embarrado, un ex escritor que actúa de escritor. Sólo espero que la voz en off de la posproducción me dignifique. De todas formas, el programa sale el año que viene, las consecuencias vendrán a destiempo, cuando ya esté pensando en otra cosa. Primero hacemos las tomas en las que llego, me dan agua, hablo con el director Néstor Ríos, que me dice algo interesante: acá Quiroga fue feliz. Ríos desarma la leyenda oscura de Quiroga y su cadena de suicidios familiares. Si acá Quiroga fue feliz, se puede entender por qué. La casa está sobre una barranca del Paraná. En la orilla de enfrente, lejos, se ve el Paraguay. Hay algo majestuoso en el paisaje lleno de árboles y pájaros. Algo en el aire entusiasma y enloquece un poco, como se enloquece de a ratos el celular proponiendo promociones de telefonía paraguaya. Estamos en la frontera. Después nuestra remisera platinada, Marilú o Mariluz (no oí bien) no para de hablar, nos cuenta que van a hacer una isla flotante en el río, habla de la tranquilidad del pueblo, y nos va llevando al atardecer de vuelta al hotel, a la directora, a la productora, al camarógrafo y a mí, rebotando en los baches del camino de tierra, con las ventanas bajas, entre mariposas amarillas que pasan altas arriba en el calor del verano que ya se hace sentir. Me deslizo un poco en el asiento. Estoy roñoso y contento, me hace bien ensuciarme, me tranquiliza el espíritu.