Tengo treinta y dos años. Haciendo un cálculo rápido, son minoría las personas que conozco de mi generación que no se hayan hecho un tatuaje. Este dato sorprendente subrayó mi interés y condujo a este micro-ensayo. Sacrificando rigorismos, intentaré un máximo grado de síntesis. Sepan disculpar: twitter-time.
A groso modo podemos distinguir tres etapas en la historia de los tatuajes.
En las culturas primigenias (los historiadores hablan de 5.000 hasta de 12.000 años atrás), el tatuaje cumplía un rol. Este rol podía adquirir fines identificativos (de jerarquías de poder o de antecedentes carcelarios), bélicos (asustar a enemigos), místicos (vinculado a ritos de iniciación, tributos o meramente protectivos), etc. Muchas de estas tendencias tuvieron con posteridad etapas represivas, donde el tatuaje pasó a ser prohibitivo, mayormente durante la edad media.
Ya en la edad moderna reductos de civilización retoman tímidamente esta práctica. Los pocos que se tatúan tienden a hacerlo como un distintivo ornamental, ligado a un mensaje implícito de rebelión al orden establecido, la intención de mantener un perfil rupturista y alternativo. Entre sus más férreos adeptos, estaban comprendidos miembros de mundillos bohemios tales como hippies, góticos, skinheads, rockers, hipsters, cuya intención convergente es la de expresar inconformidad ante ciertas expectativas sociales. Un alegato anti-sistema.
La tercera etapa es la que vivimos hoy. En los últimos veinticinco años el tatuaje resurgió con una expansión exponencial y vertiginosa. Sea por una crisis existencial, por la exaltación de las libertades o lo que fuera, la década del ´90 puede ser destacada como el puntapié inicial del frenesí por la tinta. Ahora los "ya tatuados" representan un grupo de considerable densidad poblacional.
Dicho fenómeno, desprovisto del rol funcional que tenía en los comienzos, y ya alejado de la cercana asociación con la transgresión, hace que las motivaciones del tatuado respondan principalmente a razones individuales o a una moda pasatista (la de pertenecer al grupo de de tatuados). Con esto no pretendo universalizar, sino mencionar una tendencia desde un enfoque sociológico.
Cada persona tiene un motivo esencialmente personal para tatuarse, aún siendo éste compartido por otros. Dentro de la infinidad de motivos individuales podemos destacar: la elaboración de un duelo, el gesto amoroso de llevar a alguien en la piel, haber vencido determinada batalla. A veces, se trata de un síntoma conflictivo no del todo elaborado -y por ello no ha podido ingresar al mundo interno ni externo del sujeto- y queda ahí, en el medio. Otros, simplemente son asegurar una condecoración apócrifa de fan autogestionado, o el mero hecho ornamental (estético-sensual) que puede o no ir acompañado de cierto mensaje; ya sea este expresamente escrito, o bien insinuado.
Siendo que las decisiones de las personas tienden a variar a lo largo de sus vidas, es dado pensar como altamente posible que quien alguna vez se tatuó haya transitado el maldito pensamiento de querer quitárselo -revirtiendo luego o haciendo definitiva esta impresión.
Todo esto plantea un interrogante, no distinto al que pasea las páginas foliadas de la carpeta con tribales en un local de galería under. Quien de lejos oye el ruido intermitente de un motoricito haciendo vaya uno a saber qué cosa.
Esta nota no pretende estar a favor o en contra de los tatuajes, sino destacar el hecho que -hasta que los métodos de borrado sean accesibles y efectivos- el tatuaje nos propone algo definitivo en un mundo de constante cambio, nos acompañarán a la muerte, y nos recuerdan lo que ya deberíamos saber: Nada es para siempre.
Es una observación mía, por lo tanto absolutamente descartable, contraponer el cambio de esta época con lo perenne del tatuaje.
Cuando mi amigo Fernando Peña se tatuó toda la cabeza, le pregunté.
- ¿Para qué?
Contestó:
- Para hablar menos. Te los miran y ya hay un montón de cosas que no te preguntarían. Ya las saben.
Tatuarnos un cuerpo es el resultado de injertar tinta en la dermis. Utilizando materiales estériles, las posibilidades de contagiarnos enfermedades autoinmunes se reduce a cero. El verdadero riesgo lo vivimos cuando lo que queremos tatuarnos es el alma. Ya sea con un amor no correspondido, un reclamo a un difunto, o cualquiera de las infinitas razones individuales. Al hacerlo sobre el alma ocurre algo extraño...: Sufrimos más que con el taladro de la jeringa, y paradójicamente, nada queda escrito.
(*) Psicólogo y novelista. Twitter: @llavemaestraok