¿No cambiás la radio o la bajás un poco, por favor?, le dije al taxista. Estaba llevando a mi hijo al colegio y a las ocho de la mañana, a gran volumen por los parlantes de atrás, un programa de esos que mezclan la información con el humor no paraba de taladrar el cerebro de los oyentes con unas guasadas explícitas, homofóbicas y violentas que mi hijo asombrado ya venía memorizando para repetir en el recreo. La respuesta del taxista fue sólo una mirada de odio en el espejo. Después, con mucho delay, bajó apenas un poquito. La vuelta en colectivo siempre es un alivio. Dejo a mi hijo en la puerta, lo veo entrar con su mochila, me agarra ese estrujamiento del corazón cuando pega la vuelta en el codo de la escalera y ya no lo veo más, y me voy a tomar el colectivo. Entonces entro en una frecuencia totalmente distinta.
El taxi no te deja olvidarte de vos mismo, con esa cosa personal de uno a uno con el taxista, incluso si no le hablás, ese silencio, mirando caer las fichas del taxímetro del yo, esa deuda que se va acumulando, y el aire de gran señor que te da el taxi, todo ese auto para vos, para tu destino individual. Por un ratito tenés chofer. Y entrás en su ámbito, su anexo doméstico, su olor, su humor, su radio, su ideología, su hartazgo general, su bronca vial acumulada, su peluche colgando del espejo. Te encapsulás con él todo el trayecto. Por quince o veinte pesos, sos su confesor y él el tuyo. (Se me ocurre un consejo para la Iglesia: poner taxis-confesionario, con curas taxistas; subís, te dice: ¿Tiempo desde la última confesión?, baja la banderita y arranca. Entre el asiento de adelante y el de atrás iría una división con esterilla. Nombre posible de la empresa: El buen camino.)
No sé si es la fugacidad de ese vínculo entre chofer y pasajero lo que provoca la confesión, pero no falla, no bien se baja la bandera, taxista y pasajero se intervomitan sus secretos horrendos: infidelidades, frustraciones, tragedias personales, crímenes... Total, el otro se va a perder en la multitud y hay que aprovechar la oreja momentánea para volcar la inquina destilada. Encima a mí no me salva ni el fútbol. El otro día un taxista me preguntó de qué cuadro era. De Racing, le contesté. Ah, somos vecinos, me dice y se me queda mirando, esperando mi reacción. Silencio. Yo me acordé de Independiente de Avellaneda, pero no estaba seguro, capaz que había otro vecino, así que no dije nada. El siguió con el examen y dijo: ahora el 22 jugamos con River... Me miró inquisitivo por el espejo, pero sonaban grillos en mi sonrisa silenciosa. Pobre tipo. Y pobre de mí, también. El diálogo era como un formulario; me dejaba la frase picando para que yo completara el espacio en blanco. Al final no quedó más remedio que caer en territorio seguro y unánime: hablar mal de Macri.
Supongo que el estrés del tránsito, la violencia de la calle y la alienación van haciendo de cualquier persona sana un Travis Bickle al volante, un Taxi Driver psicópata calando hasta la médula a cada pasajero a través del espejito. Los pasajeros también nos vamos alienando. Por eso subirse al colectivo y dejar atrás el taxi puede ser un alivio. Olvidarse de uno mismo, no hablar, ir deshaciéndose, transmutándose en lo que vamos viendo por la ventanilla, viajar más alto, a veces ir sentado, mirar todo, ser la ciudad, ser eso que se ve, el movimiento. Ser nada, o todo o todos, en lugar de ser uno con su enojo rastrero en la confrontación teatral del taxi. Es un alivio despejarse, viajar en colectivo, distraerse del yo fatal, monoteísta, monotemático, el mono parlante que uno es, y poder por fin divagar por la ventana, papar moscas en tránsito o ir leyendo sabiendo el secreto de que, para no marearse, hay que levantar la vista del libro en cada giro.
Además uno ya tiene el boleto en la mano, ya está pago, ya te ganaste el viaje, lo merecés, es tuyo, no estás debiendo nada. Pagaste un peso veinte por sentarte en esa platea móvil, por el paseo panorámico en una Buenos Aires del año 2010. Se puede ser naif en colectivo. Mirar a las mujeres hermosas que de pronto se suben y transfiguran la mañana, parece que saliera el sol, la belleza llena el aire y después se bajan sin mirarte, siguen en su órbita, vuelve a nublarse el día. Se puede perder la edad, tener nueve años, mirar cómo se refleja el colectivo en las vidrieras, a veces al fondo lejos, a veces cerca, como si fuera avanzando por adentro de los negocios y las casas. Me parece que en el colectivo se me ocurren poemas y en el taxi se me ocurren cuentos.