—¿No soy yo el timonel?, pregunté. Asintieron, pero sólo tenían miradas para el extraño. Cuando él les dijo: “¡No me molesten!”, se reunieron y, asintiendo con la cabeza, bajaron otra vez la escalerilla.
¿Qué pueblo es éste? ¿Piensan también, o sólo se arrastran sin sentido sobre la tierra?
Franz Kafka (1883-1924); de “El timonel”, en “Informe para una Academia” (1918)
Ser guitarrista y animarse a tocar con The Jimi Hendrix Experience no era un picnic. Por eso Noel Redding, a quien pensaban auditar con los Animals de Eric Burdon, aceptó de buena gana abandonar las seis cuerdas de su Gibson SG por las cuatro de un Fender Jazz Bass. Así fue como se ganó su lugar en la base del histórico power trío junto a Mitch Mitchell, un baterista de 19 años, pura potencia y técnica exquisita.
Sólo Eric Clapton tocaba con Jimi sin inhibiciones, cuando en los muros de ese Londres modelo 66 se repetía el grito de guerra: “Clapton is God!”. El resto de sus colegas sentían hacia él una extraña mezcla de admiración, asombro y distancia. James Marshall Hendrix –como Lionel Messi– era un caso excepcional. Pero todos querían improvisar un rato con él. No había tantos Dybalas racionales, en ese tiempo loco.
Después de varias semanas de ensayos con Bertolucci para El último tango en París (1972), Marlon Brando decidió pasar unos días en su casa con la veinteañera y casi debutante María Schneider, para aflojar tensiones y entrenar sus cuerpos para los duros episodios de sexo que marcaba el libro. Para filmar la famosa escena del pote de manteca y la sodomización, el director y su estrella acordaron cómo jugar al límite esa improvisación dramática. Pero ella nunca lo supo y su desesperación no fue actuada. María se pasó el resto de su vida reprochándoles a ambos lo que hicieron en ese corte de la película que la hizo famosa, y resultó no ser del todo ficción.
Tampoco es fácil el arte de la buena entrevista, sobre todo en una época tan light, donde la repregunta fue desplazada por la anécdota simpática, más cómoda para el invitado. Hay que transpirar cuando se enfrenta a alguien sólido, que responde con firmeza, lejos de la lógica fugaz, gritos, timbres, campanazos, entrevistadores con guion. No cualquiera.
No imagino a Paulo Dybala con la fría intención de tirar una bomba frente a la prensa antes del partido que la Juventus perdió con baile con el Barça de Messi en el Camp Nou, por la Champions. “Es un privilegio jugar con Messi, aprendo mucho, pero me cuesta hacerlo porque jugamos en la misma posición; trato de adaptarme y dejarle el espacio, pero no me siento cómodo”, dijo, sin muecas de fastidio.
El viscoso mundo futbolero estalló en interpretaciones Nesquik –se lo tira, se revuelve y listo– de este nivel: “Se quiere borrar como Higuaín”, “Tiene miedo”, “Se autoexcluyó”, como reflexionó el pensador de Sarandí Little Humbert Gran Donna. Bochini desdeñó la metáfora y reflexionó con furia: “Si no podés jugar con Messi, ¿con quién podés jugar, nene?”. Con Hendrix & Brando, seguro que no.
¿Qué problema tiene Dybala con Messi? Que juega de lo mismo. En la poderosa Juve, campeonísima en Italia y Europa, es el dueño del equipo y se mueve de memoria con un tanque de área que puede salir y tocar, como Higuaín. Justamente fue el 9 quien, aliviado, le agradeció a Sampaoli por no haberlo convocado. “No sabés el peso que me sacás de encima”, se sinceró. A falta de goles decisivos y copas en alto, quiere dejar de ser el eterno rey del meme burlón. Lo que no es justo, creo. Pero ya lo decía el catalán: nunca es triste la verdad.
Con Mauro Icardi de Wanda estaqueado en el área, Di María o Acuña por la izquierda y Messi libre o en diagonal de derecha hacia el centro, Dybala se siente un homeless sin GPS, perdido en el espacio, sin posibilidades de desarrollar su juego. Si la presión ya era intolerable antes, hecha pública su incomodidad será mucho peor. Sampaoli, por las dudas, convocó a Papu Gómez –otro Messi de segunda selección– para sumar alternativas de cara al aterrador choque con Perú.
La discusión por si un cambio de escenario pueda por sí mismo convertir a ese puñado de conejillos asustados en una manada de pumas en celo fue desopilante. Convencidos de que el Monumental es frío y tiene a la gente demasiado lejos, fueron en busca de la intimidante Bombonera, que tiembla como la isla de Java, tiene las tribunas cerca y su rugido, se sabe, arruga las almas y los corazones rivales.
El problema es saber, en esta coyuntura, quién se sentirá más presionado con el aliento en la nuca. ¿El equipo peruano que llega livianito de carga y se reconoce más débil, o nuestros virtuosos superstars con angustia fácil? Mmm…
En River, con un público amable y mudo, más cercano al teatro de verano que a la tribuna futbolera, no acertaron dos pases seguidos. En Boca, con un público similar, la cosa no puede variar demasiado por más cerca que esté.
A menos que… En una jugada que para nada me sorprendería, Danyel Angel Easy y Chiqui Wall de Moyano tengan pensado contratar a la La 12, exitosa pyme nativa reconocida en el mundo a fuerza de coros, banderas, bombos, navajas y fierros de diferente calibre. Tal vez sumen a la patriada a otros colegas de diferentes clubes e idéntica pasión por el apriete rentado. Si algo le falta a este país desdichado es convertir a estos energúmenos de elite en héroes. Ay.
La AFA, inspirada por el audaz estilo del equipo económico que quiere bajar la inflación congelando el consumo, con tasas altas y apertura de importaciones, modificó el precio de las entradas. Bien. ¿Más baratas, para llenar el estadio? No precisamente, compatriotas. Lo más accesible es la popular a 550 pesos con menores a 350. Las plateas van de los 2.800 pesos a los 4.800. Glup.
Esto confirma una presunción que, cada tanto, me da vueltas en la cabeza. No nos han mentido. Sí se puede vivir en un mundo mejor. Existe. Pero es carísimo.