Vos siempre metiendo los dedos en el enchufe”, me dijo un juez federal cuando días atrás recibió el libro con el que aspiro a que la cosa juzgada fraudulenta deje de ser un fantasma desconocido. Es, a mi criterio, una cuestión en la que se juegan ideas y valores centrales del derecho penal y que debe ser integrada al debate público con fundamentos serios.
En el proceso penal, la comunidad política convoca a uno de sus miembros para que dé cuenta de la injusticia supuestamente cometida y responda las alegaciones en su contra. Como rectores del proceso, los jueces tienen el deber de evitar omisiones básicas en la recaudación de prueba y el seguimiento de líneas lógicas de investigación, para no sacrificar la justicia y el debido proceso legal.
Hay varias combinaciones posibles para arribar a un sobreseimiento fraudulento: puede haber una acción ilegal del acusado o de su abogado, desidia investigativa, etc. La firmeza absoluta de las decisiones que finalizan investigaciones simuladas donde no hubo una voluntad persecutoria real frustra las expectativas sociales para que haya no necesariamente una condena, pero al menos una completa y justa investigación penal. Cuando es evidente que hubo una negligencia intencional en la exploración judicial, o cuando los acusados hacen fraude con el sistema pero igual se mantienen los sobreseimientos, se diluye la fuerza moral y la utilidad del sistema penal, y prevalece la autoindulgencia institucional. En lugar de erosionar su autoridad, al anular fallos fraudulentos los jueces le comunican a la sociedad lo complejo que es impartir justicia, sin dejar de reconocer que existen remedios para los procesos fraudulentos o las sentencias írritas.
Desconozco si debe aplicarse esta doctrina al sobreseimiento de los Kirchner dictado por el juez Oyarbide. Esa no fue ni es mi preocupación teórica pero, a diferencia de la imprescriptibilidad y la “Conadep contra la corrupción”, la cosa juzgada fraudulenta no requiere juguetear con las instituciones ni contradecir nuestra tradición jurídica. La viabilidad de este instrumento está sustentada por valores constitucionales y varios precedentes nacionales y regionales.
A esta altura, no incorporar el ne bis in idem a un código procesal sería una locura. Pero el art. 5 del proyecto de código procesal (“No se pueden reabrir los procedimientos fenecidos, salvo la revisión de las sentencias a favor del condenado”) va más allá del esquema procesal actual. La Corte Interamericana dijo en “Gutiérrez” que lo dispuesto en el artículo 8.4 de la Convención Americana (“el inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos hechos”) se inserta en el marco de las normas relativas al juicio justo o a las garantías del debido proceso previstas en el art. 8 de dicho tratado. Por eso, afirmó que ese derecho no es absoluto sino que debe interpretarse en armonía con las demás disposiciones de la CADH.
Aprobar el art. 5 del proyecto implicaría desconocer el rol de la Corte Interamericana en la definición de los alcances de los derechos que recepta la Convención. Aunque a veces hubo de parte de los tribunales argentinos un uso poco sofisticado de esos precedentes, las sentencias del tribunal interamericano provocaron cambios trascendentes en el derecho penal argentino, y además, según la Corte Suprema, la jurisprudencia interamericana tiene valor imperativo para el sistema jurídico argentino. Deberíamos absorber los cambios jurisprudenciales del tribunal regional en esta materia, para no dictar normas como el citado art. 5, opuesto a las pautas interpretativas de los precedentes autoritativos de la CIDH.
Bioy Casares cuenta que, al referirse a un filósofo rústico, en una de sus cenas Borges comentó: “Es un presocrático. Tiene todo el pasado por delante”. Lo mismo debería pasarles a quienes fueron beneficiados con sobreseimientos fraudulentos.
*Penalista. Coautor (con Guillermo Orce) del libro Cosa juzgada fraudulenta. Dos ensayos sobre la llamada cosa juzgada írrita, editado por Abeledo Perrot.