Si la Historia de un soldado es para Ford Madox Ford la historia más triste conocida por él, esta que sigue podría decir que es la historia más triste conocida por mí. A mediados de los 80, yo trabajaba en una pequeña librería en la calle Suipacha, la Librería del Dragón, que otrora fuera el reducto poético-libresco de Aldo Pellegrini, pero que desde su muerte, en 1973, poco a poco se había convertido en una librería especializada en parapsicología y esoterismo –aunque conservaba una sección de poesía bastante digna. Eso hacía que la fauna que acudía a ella fuera un tanto extraña.
Cierta tarde, un viernes, yo estaba a punto de tomarme vacaciones, para lo cual necesitaba dinero: mi dinero. Así que llamé por teléfono al dueño de la librería. Ya dije que la librería era pequeña, pero a pesar de eso, el ruido de los autos al pasar por la calle impedía que alguien desde la vereda pudiera escuchar una conversación de ese tipo: el teléfono estaba en el extremo opuesto. Tal era el ruido, que a veces algún oficinista presuroso abría la puerta de vidrio y me preguntaba algo desde la calle, y para oírlo tenía que acercarme y pedirle que repitiera la pregunta. Llamé por teléfono entonces y hablé con el dueño de la librería pidiéndole que me pagara las horas extra. Mi jefe me dijo que no podía acercarse a la librería, que estaba viajando hacia otra parte, que tomara la plata de la caja. El asunto es que en la caja no había mucho dinero que digamos, de modo que tuvo lugar una discusión bastante pueril que terminó con el dueño de la librería cortando la comunicación y diciéndome que me arreglara como pudiera –a pesar de eso era un buen tipo y lo sigue siendo: te mando un abrazo, Horacio. Yo estaba, podría decirse, furioso. Y en las librerías el mejor modo de aplacar la furia es ponerse a abrir paquetes o pasar el plumero por las mesas. Como el plumero ya lo había pasado, no quedaba otra que ponerse a abrir paquetes. Uno de los paquetes que había por abrir era de la UNAM, la Universidad Autónoma de México, con esas maravillosas y hoy inhallables ediciones bilingües de clásicos griegos y latinos. Yo murmuraba cosas para mis adentros que incluían a mi jefe, a su madre y a los escritores clásicos, cuando entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Llevaba un traje gris y traía una valija gris en la mano. Muy borgeano. Y se puso a deambular distraídamente entre las mesas. Yo iba poniéndoles el precio a los libros en la primera página y los iba amontonando sobre el escritorio, de modo que en un momento quedaron en la cima los dos tomos de las Comedias de Terencio. Justo el hombre se había acercado a mi mesa, vio los libros y tomando un tomo dijo: “¡Oh, Terencio! ¡Qué tipo más inteligente! Alguien que no se hubiera preocupado si no le pagaban unas horas extra...”. Odio manifestar sorpresa, así que seguí como si nada hubiera sucedido, aunque al instante pensé que antes de que se fuera iba pedirle explicaciones. Pero el señor siguió su deambular, llegó a la puerta, la abrió y se fue. Se había disipado, porque salí a la calle y no lo encontré.
Desde entonces, no quiero ni pasar por la calle Suipacha.