Recuerdo una frase de W. H. Auden: “Nuestra apreciación de un escritor consagrado nunca se limita a lo puramente estético”. Auden indica que además del texto (o tal vez, antes mismo que por el texto) también nos hacemos una idea de un escritor por su biografía, sus apariciones públicas, sus opiniones. La frase tiene un alcance mayor que el mero caso de los escritores consagrados. Leemos a cualquier escritor –incluso a un debutante– afectados por su edad, la editorial en la que publica, el texto de contratapa, su foto en el diario, y muchas otras instancias que nos inducen a formarnos una opinión. Pero, a la vez, la frase tiene una potencia mayor en el caso de las literaturas nacionales. Frente a un escritor argentino es probable que conozcamos mejor sus posturas, su herencia, es más fácil reconstruir el contexto editorial desde el que escribe, insertarlo en una tradición política, en alguna disputa literaria. En cambio, el encanto de leer traducciones, o libros de autores españoles o de países latinoamericanos, reside en que los leemos levemente descontextualizados. Algo de eso me pasó hace unos diez años con La conquista del aire, de Belén Gopegui, publicada por la editorial Anagrama. Escrita como un ejercicio de precisión, la novela narra la relación entre tres íntimos amigos (dos hombres y una mujer) y la tensión que se produce en el momento en que uno les pide a los otros dinero para un emprendimiento con dudosas posibilidades de éxito.
Acababa de leerla cuando me encontré con un amigo, un escritor argentino que había vivido más de veinte años en España. Comenzamos a charlar sobre la novela y yo dije que me interesaba la forma en que el dinero aparece en el texto: el capital como destructor de las relaciones humanas, de la amistad, de la fraternidad, de la confianza. No sé por qué, quizás por el entusiasmo que me despertó la novela, comencé a improvisar una genealogía –más literaria que política– sobre la que se apoyaba la trama, desde “El fetichismo de la mercancía” de Marx, hasta Casino Royale, de Ian Fleming, donde James Bond lleva a cabo una maravillosa reflexión sobre la relación entre dinero y destrucción (en ese momento, encontrar una veta pop en Gopegui podía parecer absurdo, pero se confirmó tiempo después con Deseo de ser punk). Mi amigo me escuchó pacientemente –quizás demasiado pacientemente– y al final agregó: “En España fue leída como una crítica a los años de Felipe González”. Una verdad cayó sobre mí. Es cierto, en España –como en Argentina– curiosamente (o no tanto…) fueron los gobiernos progresistas los que pusieron el dinero, el éxito, la competencia descarnada, el individualismo, en el centro de las relaciones sociales; y bien podía leerse la novela de Gopegui en esa clave, en ese contexto (que no contradecía mi lectura; al contrario, la enriquecía).
Unos cinco años después de esa anécdota, leí Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española, de Ignacio Echevarría, editado por Debate, donde compila muchas de sus reseñas publicadas en El País y en otros medios. Inmediatamente reparé en la nota sobre La conquista del aire. En su artículo, Echevarría conjuga la idea original que yo me había hecho del libro, con la lectura que había aportado mi amigo. Pasa del Balzac crítico de la burguesía a la España del triunfo de Aznar. Y unas páginas más adelante incluye la reseña de una novela de Germán Sierra, llamada La felicidad no da dinero, de 1999, en la que Echevarría comienza diciendo: “Ninguna perspectiva sobre lo ocurrido en la sociedad española durante los últimos veinte años puede soslayar la cuestión del dinero”.
Tardé una década en reconstruir el entorno de la novela de Gopegui. El contexto siempre llega tarde. La literatura, en cambio, no.