Las manifestaciones de protesta que acompañan la marcha por todo el mundo de la “antorcha
olímpica” ponen de relieve el mayor desafío político que afronta el gobierno chino en los
últimos diecinueve años. Dichas manifestaciones muestran una posición fuertemente crítica al
régimen de Beijing por parte de la opinión pública de los países altamente desarrollados y de los
principales medios periodísticos internacionales, una conducta que está llamada a tener influencia
en la actitud de sus respectivos gobiernos. Revelan también el hecho de que China está en el centro
de la escena mundial. Este hecho incontrastable obedece a la decisiva contribución del gigante
asiático a la actual fase de expansión de la economía global, a su rol de atracción de la inversión
extranjera directa de las grandes corporaciones multinacionales, a su creciente nivel de
participación en el comercio internacional y a su condición de formidable aspiradora de materias
primas. Así como desde la década del 90 puede afirmarse que la inserción internacional de un país
está directamente vinculada a la naturaleza de su relación con los Estados Unidos, cabría afirmar
ahora que la participación de cada país en el nuevo sistema económico global también está
íntimamente relacionada con la índole de sus vínculos con China. En un sentido estricto, en la
nueva fase del proceso de globalización de la economía mundial el ascenso de China es incluso más
importante que el rol de Estados Unidos. Esto explica el hecho, notoriamente sugestivo, de que las
manifestaciones más numerosas contra el régimen de Beijing hayan ocurrido en las ciudades donde
tiene más fuerza el movimiento antiglobalización.
La importancia adquirida por la cuestión del Tíbet constituye otro reflejo de que el proceso
de globalización atraviesa hoy los rincones más recónditos del planeta. Los monjes tibetanos
advirtieron que la realización de las Olimpíadas en Beijing de agosto de este año significan una
extraordinaria oportunidad para concitar la atención internacional sobre su reclamo de autonomía.
Lo cierto es que el Tíbet no constituye el único desafío que tiene por delante el régimen
chino. Las minorías musulmanas también expresan su vocación autonómica y, en algunos casos,
albergan tendencias separatistas, motorizadas incluso por pequeños grupos terroristas, como lo
evidencia la denuncia formulada esta semana por las autoridades de Beijing. Es cierto que, a pesar
de sus 1.350 millones de habitantes, aproximadamente un 21% de la población mundial, China es un
país extraordinariamente homogéneo. La etnia “han” concentra cerca del 90% de su
población. Pero el 10% restante, que corresponde a las minorías étnicas y religiosas, tanto
islámicas como budistas, tiene una importancia cualitativa, porque habita en regiones fronterizas,
que tienen para China relevancia estratégica.
Importa señalar, además, que las propias autoridades chinas han reconocido que durante el año
2006, y nada indica que el fenómeno haya amainado en el 2007, hubo unas 60.000 revueltas campesinas
vinculadas con el tema de la tierra o en reclamo contra abusos de las autoridades locales. Tampoco
puede omitirse que, hasta el año 2030, habrá otros 300 millones de chinos que migrarán del campo a
las ciudades. Es el cambio demográfico más importante de la historia universal, con todo lo que
supone en términos de potencial conflictividad social y política. En definitiva, la cuestión del
Tíbet es una expresión del verdadero desafío que afronta el Partido Comunista Chino, que no es otro
que el afianzamiento de la gobernabilidad en el país más poblado del planeta.
Y la gobernabilidad de China no importa únicamente a los chinos. Es un factor decisivo para
la gobernabilidad mundial.
*Analista internacional.