Esperamos a fin de mes la visita de un amigo mexicano que va a quedarse a vivir en casa. Le escribo: “No traigas la influenza”. Me contesta que está en Lima y que no piensa volver a México hasta que no disminuya el riesgo. Agrega: “Más miedo me da el dengue”.
Le contesto: “Pero el dengue no es pandemia, apenas epidemia” (aunque se ofusquen los dueños del poder en la Argentina). Postdata: “Y no te vuelvas a México, porque acá han decidido cancelar los vuelos”. Me responde: “Qué vergüenza”. Callo.
Qué extraños se han vuelto nuestros intercambios, organizados alrededor de los motivos más reconocibles de los programas de devastación. El Papa negro, las plagas, el derrumbe del sistema financiero, el fin del Estado y el eterno retorno del Milenio. Pareciera que todo el Folies-Bergère del Apocalipsis de Juan de Patmos se nos vino encima.
¿Pero qué es el Apocalipsis sino una variable temporal? Los profetas judíos inventaron el destino diferido, que ponía al pueblo (el único sujeto político posible) en situación de espera. Lo nuevo del Apocalipsis (Deleuze decía) es que transforma la espera mediante una programación maníaca sin precedentes: los siete sellos, las siete trompetas, los jinetes, la primera resurrección, el Milenio, la segunda resurrección, el Juicio Final bastan y sobran para colmar todas las expectativas y para mantenernos ocupados a nosotros, que esperamos. Las almas martirizadas tienen que esperar a que los mártires formen un número suficiente antes de que comience el verdadero espectáculo. Alguien habrá dicho: para entretenerlos, armémosles un Festival de la Devastación.
La multiplicación de las figuritas de la catástrofe que intercambiamos por correo son índice, en todo caso, de que hay un tiempo diferido, un tiempo que resta, antes del final. Sólo se trata de averigüar (es decir, de proponer) qué nos sucederá una vez que el fin de los tiempos nos alcance. Poner a jugar el Fin de la Historia y el Fin del Estado el uno en contra del otro para producir una forma de vida, para garantizar la proliferación de lo viviente en contra de las fantasías de exterminio a las que se pretende que adhiramos.