Se me hace difícil imaginar la escena: ¿Macri solo en su despacho dictando a su secretaria el
e-mail? ¿Es esa la tan mentada “soledad del poder”? ¿Los niños ricos que tienen
tristeza? Lo cierto es que este mismo diario informó sobre el asunto bajo el título de “La
secretaria de Macri dejó mal parado al jefe porteño: ‘Me dictó el e-mail’”. La
historia es bastante conocida, pero nunca está demás refrescarla un poco. En declaración frente al
juez Oyarbide, Ana Moschini, secretaria de Mauricio Macri, admitió que fue el propio Macri quien le
dictó el comunicado de prensa enviado a su cuñado para despegarse del affaire de las escuchas. En
efecto, el cuñado –un parapsicólogo de apellido Leonardo– recibió un e-mail con
instrucciones para desvincular a su pariente político de la cuestión, escrito en primera persona;
es decir, como si fuera el propio Leonardo el que declaraba lo siguiente: “Por medio de la
presente quiero dejar en claro que nunca he vinculado al señor jefe de Gobierno Mauricio Macri en
presuntas acciones de espionaje contra mi persona. (El) nunca estuvo involucrado en acciones
tendientes a vulnerar mi intimidad”. La mentirilla tuvo patas cortas, y el asunto
lamentablemente no prosperó. Digo lamentablemente porque de haber continuado la farsa, se hubiera
instalado la pregunta por averiguar cómo Leonardo sabía efectivamente que su cuñado no estaba
involucrado en acciones ilegales; cómo lo sabía sin tener una sola prueba material, pregunta
crucial para hacerle a un parapsicólogo. Pero no. Tristemente en este caso, como en casi todos, la
realidad no supera a la ficción.
¿Qué enseñanza deberíamos extraer de este vaudeville, que en todo recuerda al viejo Costa
Pobre de Olmedo, sólo que en clave PRO? Quizás podamos reparar en el soporte de esta trama, el
medio por el que se escribe cierta sintaxis, el trayecto enviado: el e-mail. La decisión del juez
Oyarbide (seguramente sin saberlo, seguramente pese a él) coloca al e-mail en la desembocadura de
una de las grandes tradiciones modernas: el género epistolar. Es casi un lugar común decir que el
e-mail arrasó con la escritura en papel. Las cartas se escribían con esmero, paciencia, pasión y
estilo. A la inversa, el e-mail vive en la emergencia, en la escritura deshilachada, en la falta de
atención. No me imagino qué interés puede tener un libro que compile intercambios de e-mails, en
cambio tengo en mi biblioteca decenas de epistolarios. Pero ahora el juez viene a cambiar este
dato, y adopta al e-mail dictado por Macri como una auténtica pieza literaria, como una verdadera
pièce à conviction. Como tantas otras veces, la correspondencia vuelve a estar en el centro de la
tensión entre escritura y política, entre justicia y sentido común.
¿Acaso quién no recuerda las cartas de Flaubert y Baudelaire durante el juicio, en 1857, por
Madame Bovary y Las flores del mal? Acusados por “ofensas a la moral pública”, llevados
al estrado por el mismo fiscal –Monsieur Pinard–, con veredictos bien distintos
(Flaubert absuelto, Baudelaire, condenado), la correspondencia de ambos escritores (pero en
especial la de Flaubert) está a la altura, casi, de sus propios libros. Siempre me genera
particular emoción la carta en la que Flaubert le escribe a Baudelaire, indignado al enterarse de
que el poeta era llevado a juicio (sin sospechar que pronto le tocaría a él mismo): “Acabo de
saber que ha sido acusado a costa de su libro […]¿Por qué? ¿Contra qué ha atentado Ud.?
[…] Esto es algo nuevo: ¡acusar a un libro de versos!”. O también, esta otra de
Flaubert a Maupassant, donde casi veinticinco años después recuerda el episodio del juicio:
“Es inútil que cambien los gobiernos, ¡monarquía, imperio o república, poco importa! La
estética oficial no cambia”.