Afganistán, Estado islámico de transición, azul intenso de sus cielos, negro metalizado en las montañas cuando es invierno y atardece. Lo pueblan más de una decena de etnias (pastunes, uzbekos, nuristaníes), se habla en varios idiomas (dari –persa afgano–, pastún) y coexisten matices religiosos musulmanes tan filosos como alfanjes. Está flanqueado por Irán, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, China y Pakistán, y formó parte de la ancestral “ruta de la seda” por la que incesantes caravanas de mercaderes que venían de Oriente cruzaban los pasos de las altas cumbres llevando especias, marfil, rubíes y lapislázuli al Imperio Romano. Alguna vez el emir Abdur Rahman Khan denominó a su país Yaghistán: “tierra libre”, “tierra de insolentes”, “tierra de ingobernables”, según qué guerrero interpretara. También alguna vez, en 1839 y 1878, los británicos intentaron controlar esos pastizales y desiertos, fracasando y cimentando el mito de la invencibilidad afgana. Alguna vez, los acuerdos anglo-rusos de fines del siglo XIX establecieron la frontera septentrional con las tierras del zar y con la India colonial a lo largo de la Durand Line. Así, Afganistán es un país nacido por defecto, y paradójicamente su destino común es el afán de independencia de las diferentes etnias. El ensayista Jordi Raich relata el siguiente diálogo, sucedido en Jalalabad, cercana a la frontera con Pakistán. Nizamuddín, dueño del bar Bashgal River, suelta decenas de veces al día a sus clientes pastunes: “Nosotros los nuristaníes nunca usamos zapatos, andamos descalzos sobre la nieve todo el tiempo”. Los parroquianos le recuerdan que antaño Nuristán se llamaba Kafiristán, “la tierra de los infieles politeístas”. “Nuristán significa ‘tierra de luz’, ignorantes”, los reprende, mientras sirve helado de cardamomo descalzo sobre las alfombras iraníes.
Después de más de dos décadas de guerra, Afganistán se ha encaramado al primer lugar en el top five de las preocupaciones inmediatas de la política exterior norteamericana, luego de que la retirada del Ejército Rojo –1989– y el colapso de la URSS hiciesen que menguara su deseo imperial. El 6 de mayo, se reunieron en la Casa Blanca el presidente afgano, Hamid Karzai; el pakistaní, Asif Ali Zardari, y el norteamericano, Barack Obama. Los intentos de negociación con los así llamados “talibanes conciliadores” no han arrojado frutos tangibles hasta ahora, los militares pakistaníes están luchando para confinar a los “talibanes intratables” en el valle nordestino Swat, y las fuerzas talibanas de Afganistán con la ayuda de sus aliados de Al-Qaeda incrementan la frecuencia de sus ataques. ¿Habrá abrazado Karzai a Zardari y Obama apoyando su barbilla sobre los hombros de sus interlocutores, gesto protocolar de confianza afgano? Enfrenta su reelección en agosto, y el hecho de que su país ni figure en la lista de naciones del “Indice de Desarrollo Humano” elaborada por la ONU, no es la mejor carta de presentación para lograrla.
Zardari, por su parte, debe hacerse cargo del creciente fenómeno de “talibanización” en Pakistán, donde los talibanes usan “salami tactics” –proceso de división y conquista pieza por pieza, como rodajas– y han desbordado la estrategia pakistaní de confinarlos en el noroeste sin ley del país. Obama tiene para ofrecer el plan de contrainsurgencia ideado por el general David Petraeus, pero deberá lidiar con la preocupación pakistaní respecto de las intenciones de India y con el hecho de que el aparato de seguridad de Pakistán, tanto las fuerzas armadas como los servicios de inteligencia, están profundamente penetrados por simpatizantes islámicos que, según afirma la agencia de Inteligencia Estratégica Stratfor, “trabajan para los dos lados respecto de la insurgencia”. Y hoy por hoy, los Estados Unidos no tienen a disposición ni la opulencia del tiempo ni el sustento de la paciencia. Eso obliga a entender los límites, y a recordar que el despliegue soviético en Afganistán fue de 120 mil hombres, insuficiente para triunfar, como lo recordó el secretario de Defensa norteamericano, Robert Gates. Declaraciones semejantes deben de haber generado poco entusiasmo en los políticos pakistaníes para acometer la tarea de hundir el escalpelo en la Dirección de Inteligencia entre Servicios y en lanzar topadoras contra el territorio talibán.
Horas antes de la Cumbre, un bombardeo aéreo lanzado por los Estados Unidos en la sureña provincia afgana de Farah causó la muerte de al menos 124 civiles. Obama aseguró que la reunión había sido “muy productiva” y que apoyaría a los gobiernos democráticos de Afganistán y Pakistán. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, expresó su pesar por la pérdida de vidas civiles en Afganistán. No deja de ser un avance, habida cuenta de la acepción de “daños colaterales” que prefería la anterior administración republicana.
Después de Rambo III y de los soviéticos, se reanudó la guerra civil; en 1996 los talibanes impusieron su régimen apoyado en la Sharia (“el camino al manantial”, cuerpo del derecho islámico), y a partir del 13 de noviembre de 2001 gobierna Karzai apoyado por una fuerza internacional autorizada por la ONU. Treinta millones de habitantes que sueñan con que sus hijos vuelvan al país para recuperar todo lo que se ha perdido. Uno de esos hijos, Atiq Rahimi, ganó el premio Goncourt con su novela La piedra de la paciencia. “Los caminos de la violencia y sus efectos en la historia de mi país de origen son indescifrables”, le dijo a El País. También relató un diálogo con un joven taxista en Kabul: “¿Te has enamorado alguna vez?”, dijo. “Una vez, locamente”, respondió el taxista. “¿Te casaste con ella?”, preguntó. “No. Porque si ella se enamoró de mí, eso quería decir que se podía enamorar de cualquiera.” Cosas que hay que saber, antes de actuar.