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prohibiciones

Todo el Carnaval

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No recuerdo en qué película pasaba, pero Mauricio Kartun lo mencionaba siempre para ejemplificar algo que tampoco recuerdo. El asunto era que en algún lado se había prohibido el Carnaval y que en la ciudad reinaba el silencio. Hasta que a la vuelta de una esquina sonaba primero una trompetita, se veía luego una matraca, un espantasuegras, luego el desmán: no hay fuerza ni ley que aplaque al Carnaval, una de esas cosas que trascendió siempre a las instituciones y –por qué no– a las leyes. Un todo vale, un carne vale donde la ley es objeto de observación y burla.

La gente –abochornada de inflación, de tarifazos, de despidos– anda silbando en voz baja una canción ofensiva y sencillísima que tiene por blanco al poder. Al poder encarnado en la figura de Mauricio Macri. La letra y la música, se dice, se juntaron espontáneamente y sin mucho esfuerzo en una cancha. La solución que se baraja en altas esferas de este gobierno –hecho de expertos, de geniecillos de camisas sin corbatas, de inspirados ejecutores de un doblegamiento sistemático de nuestra soberanía– es la de suspender los partidos de fútbol en las canchas donde suene la improvisada expresión de inofensivo desacato.

Pero ahora la canción se viraliza en formas aun más desharrapadas. Hoy me llegó al celular por cien fuentes diversas una versión polifónica, berreta, arreglada por alturas e intenciones, como una broma pseudoacadémica y murguera. Como un flujo imparable, como un Carnaval que está prohibido, el canto raso se filtra por todas las grietas como una humedad irreparable. Se filtra más que las ideas, los diálogos, los debates, las pruebas. Cuando la canción de protesta no tiene argumentos, ni discurso, ni –oh, contradicción– protesta alguna, su influjo y su embrujo son imparables. Es máscara, mito en miniatura, es viento de los tiempos en plena jeta.

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¿Prohibirán también los WhatsApps, las guitarreadas, las silbatinas callejeras, los felizcumpleaños intervenidos, la disidencia? A ver por cuánto tiempo.