El 1º de marzo de 2003, el entonces primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, pidió a la Asamblea Nacional permitir a 62 mil soldados estadounidenses usar el territorio turco para abrir un frente en el norte contra Irak.
El Parlamento, dominado por diputados del Partido de Justicia y Desarrollo (AKP) del primer ministro, que había obtenido dos tercios de los votos (79,14%) en las elecciones del 1º de noviembre del año anterior, ante la sorpresa e indignación de los militares le negó al aliado de la OTAN el derecho de usar su suelo para la intervención militar. El motivo fundamental del partido islámico que nació en 2001 en plena crisis económica era ideológico: a los diputados les resultaba inaceptable la agresión a un país musulmán desde el territorio de otro país musulmán. Esta derrota diplomática de la administración de George W. Bush vino cuando ni Arabia Saudita había negado acceso a su territorio a las tropas estadounidenses para lanzar una ofensiva contra Saddam Hussein…
En sus 13 años de poder, el partido de Erdogan, sin bajar a Mustafa Kemal, el fundador de la República, de su altar de padre de los turcos (Ataturk), ha cuestionado y cambiado el carácter esencialmente laico del país; y, sin romper con la OTAN, ha reorientado la política exterior de un alineamiento con Occidente hacia la priorización de la región. AKP, que nunca ha tenido problemas para obtener la mayoría de los votos populares, enfrenta este 1º de noviembre elecciones que pueden resultar decisivas para Turquía y Medio Oriente.
De 2002 a 2008, AKP alzó la bandera de la democracia para levantar una por una las prohibiciones del kemalismo impuestas por ley contra costumbres y prácticas islámicos heredados del Imperio Otomano y profundamente arraigados en la identidad turca, como la portación del velo para las mujeres en las instituciones públicas. Por abogar contra el autoritarismo y a favor de las libertades civiles, el AKP no sólo recibió el apoyo de Bruselas sino también en 2004 finalmente logró sentarse en la mesa de negociaciones para el ingreso de Turquía a la Unión Europea, que Ankara esperaba desde 1963.
En este proceso de democratización, el AKP, voluntariamente o no, también liberalizó la política interna abriendo un espacio para la reemergencia de temas que hasta entonces no sólo eran tabú sino que podían estar sujetos a persecución penal, como la identidad kurda, los crímenes de la última dictadura, la violación de los derechos humanos, las demandas de las minorías y el genocidio de los armenios, entre otros. Aún no se sabe si AKP confió demasiado en su capacidad de enfrentar el desafío de una mayor liberalización de la política y la sociedad turca, o priorizó la continuidad al poder para la concreción de su objetivo principal: el restablecimiento de la identidad islámica de Turquía.
Simultáneamente, en estos mismos años de un AKP comprometido con los valores democráticos y convencido de que son perfectamente reconciliables con el islam, la política exterior de Ankara propuso un atractivo “cero problemas con los vecinos” para hacer del país un factor de estabilización en una región en plena convulsión con un Irak sectorizado como consecuencia de la ocupación estadounidense, guerras en Gaza y el Líbano y un Irán activo y provocador.
Desde enero de 2009 en adelante, sin embargo, y con la creciente imposición de la figura de Erdogan en Turquía y en otros países como defensor de los musulmanes en general y la causa palestina en particular eclipsando la imagen del controvertido presidente iraní Ahmadinejad, AKP gradualmente giró hacia una política de confrontación tanto en el contexto interno como en el externo. La democracia que había expuesto la diversidad étnico-religiosa de una Turquía que el kemalismo pensaba haber homogeneizado, presentaba ahora un fenomenal desafío de búsqueda de una nueva fórmula de convivencia, si no un nuevo proyecto de país. El estallido de la guerra en Siria en 2011 y el rápido posicionamiento de Turquía contra el régimen de Al-Assad fomentaron aún más el confrontacionismo y la intransigencia de AKP. Desde entonces Erdogan se mostró más intransigente en sus discursos, más autoritario en su estilo de gobierno y no hizo un esfuerzo para esconder su afán de concentrar más poder en sus manos.
Un primer éxito tuvo cuando en 2014 se convirtió en el primer presidente electo directamente por voto popular y, sin perder tiempo, declaró su intención de organizar un referéndum y cambiar la Constitución. Sin embargo, en las elecciones generales del 7 de junio pasado, si bien AKP ganó el 40,6% de los votos, no tuvo mayoría propia para formar un gobierno. Más que los socialdemócratas y la derecha nacionalista, un nuevo partido de centroizquierda, el Partido Democrático del Pueblo (HDP), formado por militantes kurdos pero incluyendo a todas las minorías del país, con el 12% de los votos, fue la fuerza que detuvo la puja hacia el superpresidencialismo. En vez de formar un gobierno de coalición, Erdogan optó por “retomar” las elecciones, como hizo campaña, en los próximos cinco meses siempre con el objetivo del cambio constitucional. “AKP o el caos” ha sido la lógica de esta campaña liderada por el primer ministro Ahmet Davutoglu; y por “caos” señala sin muchas vueltas los enfrentamientos entre las fuerzas turcas y los kurdos en las regiones del sudoeste del país. Pensando, además, en los bombardeos a las posiciones kurdas en Siria por parte de la aviación turca en las últimas dos semanas, se puede hacer una idea de la prioridad de un “sultanato” restablecido, como advierte el dirigente socialdemócrata Kemal Kilicdaroglu, si en estas elecciones AKP logra ocupar las 330 sillas del Parlamento que necesita para formar solo el próximo gobierno…
*PhD en Estudios Internacionales de University of Miami. Profesor de Relaciones Internacionales de Udesa y la Universidad Nacional de Lanús.