En 1959, Julio Cortázar publica El perseguidor, su célebre cuento sobre Charlie Parker. El comienzo (“Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en seguida al hotel”) anticipa un festival del pretérito perfecto y el lugar que tendrá el narrador, el crítico y biógrafo que admira y desprecia al músico, que lo ayuda y explota su amistad. Es un cuento pastoso y un poco raro, que condensa episodios de la vida de Parker, aunque por razones incomprensibles se lo convierte en adicto a la marihuana y no a la heroína, con la consecuencia de que el cannabis termina teniendo efectos sobre la salud que ni las más feroces campañas de moralidad le imaginaron.
En 1988, César Aira escribe su mucho menos célebre cuento Cecil Taylor. Publicado años más tarde en antologías colectivas, es uno de los primeros textos de un autor que casi no escribió cuentos. Aira vio siempre en Cortázar un antimodelo literario y su músico de jazz le sirve para plantear una idea alternativa o antagónica del arte y los artistas. El Parker de Cortázar encarna cierto cliché romántico al que no fue tampoco ajeno Clint Eastwood en Bird: el músico intuitivo y demente que no alcanza a comprender el alcance de su propio genio y vive obsesionado por la búsqueda de un absoluto mientras el narrador, condescendiente y burgués, lo pinta como un tipo irracional capaz de decir: “Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto más abajo mejor entiendo”.
Johnny no es más que un saxofonista tonto con un don, que en su primitivismo se maravilla durante los viajes en subte de que el tiempo pensado no coincida con el tiempo vivido. El pianista de Aira, en cambio, es lúcido y cultivado. En los trenes piensa en las paradojas de Zenón que le permiten deducir que no será reconocido porque “nunca llegará a actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral”. Taylor es perfectamente consciente de lo que hace y descubre que ni siquiera el esnobismo logrará transformar su virtuosa excentricidad en una mercadería vendible. Mientras Cortázar exalta a sus cronopios bohemios y a sus héroes revolucionarios, Aira ve en su personaje una excusa para coquetear con su propio destino, del que se conduele con elegancia: “En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito.”
Tal vez convenga mirar esta cuestión desde otra perspectiva. En Green card, una película de Peter Weir de 1990, Gérard Depardieu hace de un pianista marginal cuyos oyentes piensan que la profusión de notas disonantes que toca son una broma pesada. Algo parecido le ocurrió siempre a Cecil Taylor, que necesitó muchos años para que el radicalismo de su free-jazz fuera al menos tolerado. Pero no fueron solamente los críticos populistas los que lo defenestraban, sino colegas como el idolatrado Miles Davis, un continuador de Parker cuya deriva hacia la innovación permanente lo llevó también a conocer el abucheo de los reaccionarios.
Pero Davis no es un vanguardista como Taylor –quien se estableció de entrada en un camino personal y definitivo– sino otro romántico genial, modernista y ansioso. En su estridente Autobiografía, Davis liquida a Taylor con esta frase: “No me gustaron sus planteamientos. Era sólo un montón de notas tocadas por las notas mismas, porque sí”. Más allá de que la respuesta del pianista fue muy fina (“Davis toca bastante bien para ser un millonario”), la música es un asunto complicado. Para un lego es muy difícil pararse frente a un disco de Cecil Taylor. Disfrutarlo requiere acaso de elementos adicionales a la mera escucha. Aunque Aira se pensaba de joven como Taylor, con el tiempo resultó un artista más fácil. A simple vista nos encanta y hasta nos damos cuenta de que es un escritor superior a Cortázar. Cecil Taylor no se reedita desde 1997, pero se consigue en Internet.