En los últimos meses, las relaciones argentino-brasileñas han progresado en una dirección inesperada. Con el frecuente apoyo de la Embajada de Brasil en Buenos Aires, varios sellos locales incursionan en la publicación de narradores brasileños y permiten acceder a una literatura tan cercana como secreta. Los estantes de las librerías muestran hoy desde Saragana, la primera edición en español del debut de Guimarães Rosa (después de 60 ediciones en portugués), hasta novelas de autores contemporáneos tan interesantes como João Gilberto Noll (Lord) o Sergio Sant’Anna (Un crimen delicado). Los dos últimos prueban por sí solos que la literatura brasileña tiene, además de una rica tradición, un presente vivo que desconocíamos por falta de traducciones.
En otra edición patrocinada por la Embajada se acaba de publicar una antología de “nueva narrativa brasileña” con selección, traducción y prólogo de Cristian De Nápoli. El título es Terriblemente felices y la ironía alude a un libro de uno de los escritores elegidos (Famílias terrivelmente felices, de Marçal Aquino) pero también a cierta alegría brasileña imaginada en parte por las leyendas argentinas. La antología es un paso notorio en el desembarco de la armada literaria del Norte, aquí representada por quince escritores de los que una buena proporción despierta el deseo de lecturas posteriores (Noll y Sant’Anna, pero también Aquino, Sanchez Neto, João Filho, Jorge Mautner y Márcia Denser, entre otros).
Sin embargo, hay algo bizarro en este emprendimiento y son las curiosas ideas de De Nápoli a propósito de su trabajo. Según el antólogo, “existe una proximidad fatal entre las dos culturas”, frase que en principio carece de sentido. Cuando Di Nápoli intenta esbozar las razones de ese acercamiento inevitable, recurre a una “cadena bastante generacional de entusiasmos por lo brasileño”, entre las que figuran los recitales de Caetano Veloso y las letras de sus canciones, “las revistas de historietas brasileñas que cada domingo de finales de los ochenta copaban las plazas y ferias de usados” y hasta las vacaciones en Brasil (hasta se propone “pensar una estrategia para el que vuelve de sus vacaciones portuñolas”). Cabe preguntarse cuál es el grado de universalidad de esas experiencias y por qué son atingentes a la hora de leer. Los argumentos de De Nápoli identifican a los posibles lectores de literatura brasileña en una clase social y en una determinada edad de las que heredan pasivamente sus fetiches culturales. Es una perspectiva parcial que lleva a conclusiones un poco molestas, como veremos en seguida.
El sesgo que el antólogo le impone a su empresa afecta fuertemente sus decisiones como traductor. Entre ellas, la de apelar a veces al “portuñol playero” (el idioma que “hablan los argentinos de vacaciones en Brasil”). De esa técnica pone un ejemplo casi absurdo y defiende haber mantenido la palabra “trocador” para referirse al encargado de cobrar el viaje en el transporte público, como si no existieran alternativas como “cobrador”, “guarda” o “boletero”. La razón para Di Nápoli es que “entre nosotros no existe el trocador, existe la máquina, o sea que no hay una palabra vigente para referirse a ello”. El argumento suena demasiado porteño y demasiado actual pero lo peor está por venir, ya que De Nápoli traduce a un castellano tan marcado socialmente que parece herrado como ganado propio. Así, neologismos como “bajá un cambio”, “cuál es”, “trucho” y “copado” conviven con préstamos tales como “moradores tirando rostro”, “malucos” y “parceria”. Es como si De Nápoli nos hiciera ir con él de vacaciones y compartir sus gracias léxicas.
Suele perseguir a los traductores el estigma de traicionar a los autores, pero también a los lectores les toca lo suyo. En este caso, a los que les interese leer a los escritores brasileños sin tener que viajar a Florianópolis en un tour de jóvenes modernos.