La democracia se manifiesta en tres niveles. Forma, sustancia y ejercicio. Así lo describe, con precisión, Gherardo Colombo, quien hasta 2007, y por más de 30 años, se desempeñó como juez en la Magistratura italiana y actuó, formando parte del Tribunal de Justicia, en casos como el Ambrosoli, la Logia P2 y, nada menos, Mani Pulite.
La forma, explica Colombo, tiene que ver con el modo en que se aplica este modelo de gobierno (votación, representación proporcional o directa, ordenación de los poderes).
La sustancia refiere a la finalidad de la democracia (en principio, una organización de la sociedad que permita a cada ciudadano alcanzar un grado de libertad en el cual desarrollar sus capacidades y hacerse responsable de su vida, mientras respeta la libertad de los demás y cumple con sus deberes tanto como reivindica sus derechos).
Y el ejercicio apunta a la responsabilidad de los ciudadanos, que deben trabajar cotidianamente para que la democracia funcione, sin delegar esta tarea en aquellos a quienes votó (sencillamente, esto significa no emitir el sufragio y desentenderse, mientras se espera que los gobernantes elegidos se hagan cargo de la democracia).
Esta impecable definición se puede encontrar en un breve libro que Colombo tituló sencillamente Democracia, y que no tiene desperdicio. Quien lo lea en estos días, o quien lea aunque más no sea el comienzo de esta columna, podrá deducir que, tras 31 años (que se cumplieron el 10 de diciembre), en la Argentina parece haberse reinstalado la forma de la democracia, pero no su sustancia ni su ejercicio.
Se vota puntualmente (y hasta en exceso), hay un Parlamento (aunque funcione como escribanía gubernamental), existen los tres poderes (si bien el Ejecutivo actúa considerando a los otros dos como sus servidores y los desconoce y descalifica cuando no le son funcionales), se dictan leyes (que habitualmente no se cumplen) y se garantizan (a menudo más de palabra que de hecho) los preceptos constitucionales.
Sin embargo, hace largo tiempo que la formalidad democrática no provee un ámbito en el que los ciudadanos puedan hacerse cargo libremente de sus destinos individuales en tanto crean ámbitos de discusión, diálogo y consenso donde definir un destino colectivo que de sentido a la pertenencia a esta sociedad. Y, quizás lo más grave, una masa cuántica de esos ciudadanos, una mayoría silenciosa, se ha desentendido hace largo tiempo de su responsabilidad de albacea de la democracia, de garante de su funcionamiento, y trata de obtener de la formalidad de ésta solo ventajas personales o corporativas, oponiéndose (de palabra y de actitud) a todo lo que exija cumplimiento de deberes o resignación de prerrogativas en nombre de un todo (en este caso llamado Argentina) del cual cada uno es parte.
¿Por qué esto es lo más grave? Porque la democracia, como toda construcción social, se conforma de abajo hacia arriba, de adentro hacia afuera y desde lo pequeño a lo grande. Es decir, desde las conductas cotidianas en la calle, el trabajo, las relaciones interpersonales, la familia, la escuela, los intercambios comerciales, laborales y profesionales. Se conforma desde donde cada uno vive su propia vida y la cruza con la vida de los otros. Una sociedad es una construcción piramidal y en el vértice se refleja la base.
Cuando los miembros de esa sociedad se desentienden de su destino colectivo, miran su ombligo y no el horizonte, creen que las leyes son para los otros, hacen de la transgresión una norma, ven la grande y procaz corrupción de los dirigentes pero no las pequeñas, anónimas y permanentes corruptelas que rigen su propia vida diaria, inevitablemente terminan por tener los gobernantes que ellos mismos producen.
Así las cosas, resulta aún más obsceno y patético ver a quien gobierna bailando una cumbia para celebrar la democracia que esa misma persona niega cada día con sus actos ante la indiferencia ciudadana. Tres décadas después la democracia plena es una deuda colectiva que crece.
*Escritor y periodista.