Aunque no lo había votado ni habría de votarlo nunca, ahí estaba yo: apretado y vociferante en plena Plaza de Mayo. Ya por entonces me apartaba firmemente del progresismo y sus moderaciones, su fatal insuficiencia. Pero mentiría si dijera que la vibración de su heroísmo cívico no me alcanzó en alguna fibra. Allá voy, nos dijo: y allá fue. Esperen acá, nos pidió: y ahí lo esperamos.
De aquella Semana Santa, la del año 87, se habló bastante hace días, pues se cumplieron treinta años redondos. Recuerdo que Raúl Alfonsín regresó, y al regresar cambió de tono y hasta de tema. En lugar del heroísmo cívico, con el cual lo habíamos despedido, nos trajo de nuevo aquel otro, el de siempre, el de la guerra, el del ejército, el de las tropas.
Yo no había leído, por entonces, la Historia de Belgrano ni la Historia de San Martín de Mitre, ni tampoco las potentes objeciones que Alberdi les dirige en El crimen de la guerra. Pero ya era argentino y estaba escolarizado, de manera que la tensión conflictiva entre esos dos paradigmas heroicos (el cívico y el bélico) me habitaba de algún modo.
Para aquellos que sostienen que lo que se tramó por entonces era un golpe militar, el asunto terminó felizmente: una victoria de la democracia. Pero fue justamente lo opuesto, una derrota, para aquellos que consideran que el propósito final del alzamiento cuartelero no era otro que el que se obtuvo: la Ley de Punto Final (a la que se agregaría, no mucho después, la Ley de Obediencia Debida). Es decir, con otras palabras, una insubordinación de otra índole; no para atentar contra el orden constitucional democrático, sino para intentar arrancarle, a ese orden democrático, y bajo la cobertura de un formato legal y constitucional, la más abyecta de las impunidades, la que les permitiría a los criminales de lesa humanidad, los que en materia de aberraciones no tienen parangón ni equivalencia, escurrirse del corto brazo de la Justicia argentina. No era pues la democracia, de por sí, lo que parecía estar verdaderamente en juego, sino más bien qué clase de democracia queríamos: con qué grado de justicia y con qué grado de conciencia de lo que “ni olvido ni perdón” significan, frente al carácter incomparable y terrorífico de los actos cometidos desde el accionar del propio Estado.
Yo no sé si la historia argentina se repite (aunque siempre como tragedia); no sé si da una vuelta y retorna, a lo Nietzsche, si está siempre empezando de cero o si está sencillamente estancada. Recuerdo que en aquellos lejanos días, las diversas fuerzas del así llamado arco político nacional suscribieron un pronto documento ad hoc; con excepción de ciertos partidos de izquierda, que maliciaron un acuerdo indigno y alertaron sobre el gato encerrado.
Mis veinte años y yo nos fuimos de la plaza cabizbajos.