Cierto Sr. A. había perdido el ojo izquierdo de resultas de una operación a que fue sometido como consecuencia de un glaucoma, y la visión de su ojo derecho era defectuosa a causa de una especie de nube que oscurecía la zona media de su campo visual. Dejando de lado esto, el Sr. A. era una persona completamente normal.
En abril de 1982, mientras paseaba por un camino campestre, el Sr. A. vio a su izquierda una pared blanca que brillaba iluminada por el sol, y hasta pudo percibir el canto de los pájaros que estaban posados en él. Podía distinguir cada una de las piedras y las junturas de argamasa que las enmarcaban, las superficies lisas de los cantos rodados pulidos por la acción del agua y la contextura de las piedras que, a fin de formar caras planas, habían sido quebradas. En particular le llamó la atención la frecuencia con que el constructor había recurrido a las piedras de granito, en las que podía distinguir con toda claridad la hornablenda, el feldespato, la mica y el cuarzo. Se detuvo a pensar que jamás había sido capaz de distinguir tan minuciosamente una pared al pasar junto a ella.
Seis meses después el Sr. A se encontraba en el Museo Argentino de Ciencias Naturales. Paseando sin pensar en nada por la sala donde se exponen los mamíferos que habitaron la región pampeana en los últimos dos millones de años, se detuvo, sin saber por qué, a admirar los restos fósiles de los Gliptodontes, y cuál fue su sorpresa al advertir que uno de esos acorazados de las pampas giraba la cabeza hacia él y entornaba los ojos placenteramente, como hacen los gatos domésticos cuando desean que los acaricien.
Alrededor de un año más tarde pudo ver, tan claramente como jamás le había sido dado antes, la figura de una mujer que caminaba delante, y tan cerca de él, que debía cuidarse para no pisar su largo vestido. El vestido era de tela roja, con franjas de color blanco (una franja ancha, con dos líneas muy tenues a ambos lados) que se cruzaban entre sí a intervalos frecuentes, como en un tartán. El Sr. A. advirtió que la figura era una alucinación sólo cuando el compañero que paseaba junto a él le dijo que allí no había nadie. Al cruzar hacia la vereda sombreada de la calle el Sr. A. siguió viendo la figura. Estas alucinaciones parecían ocupar el campo visual de su ojo izquierdo, que era el que había perdido.
Partiendo de la base de que las alucinaciones son representaciones de ideas, es natural preguntar qué ideas estaban detrás de las producciones escénicas del Sr. A. Lo primero que llama la atención es que sus visiones eran fortuitas y carentes de significado o finalidad. Parecen haber tenido como objetivo principal la representación de aspectos y colores vívidos. Posiblemente algún aspecto de la personalidad del Sr. A. trataba de completar o compensar las deficiencias de su visión normal.