Durante varias horas de la madrugada del 12 de junio, los estadounidenses asistieron a un horroroso remake de los atentados de 2001, esta vez con un club nocturno de Orlando como escenario.
Cambiaron los nombres, de Al Qaeda al ISIS. Cambió el método, de aviones secuestrados estrellando torres a un presunto lobo solitario armado con un rifle AR-15. Varió el agente, de residentes árabes a un joven estadounidense. Tampoco fueron tres mil muertos, pero las 49 víctimas compusieron la peor masacre en suelo norteamericano desde el 11-S.
Hasta allí, el terror en la plácida Orlando había sido sólo una de las tantas fantasías de niños y adultos en Disneylandia y otros parques de juegos que durante décadas representaron la más cándida imagen de una potencia optimista que impuso su cultura de la felicidad al resto del mundo.
En verdad, muchas otras cosas están cambiando irremediablemente en Estados Unidos, un país incluso muy distinto al de 2001, también en su economía y su sociedad. La campaña electoral conmovida por este nuevo episodio ha sido este año todo un termómetro de esa mutación.
La candidatura de Donald J. Trump, inesperada, subestimada y ahora sufrida por el establishment político, en especial el republicano, es sólo el emergente reaccionario de una sociedad alterada por profundas transformaciones, en especial la inequidad, pero también por una diversidad sin precedentes. Asociar negativamente ambos fenómenos esta siendo la clave de su éxito electoral.
Bajo esa mirada, el mundo se erige como una amenaza. Y la tradicional clase media blanca que moviliza Trump, muy afectada por esas transformaciones, encuentra en las diferencias étnicas y religiosas el chivo expiatorio de sus males. A nivel interno, afroamericanos y latinos componen ese menú odioso. Hacia afuera, los musulmanes.
La pretendida adhesión al ISIS de parte del agresor de Orlando y el seguimiento que le había hecho el FBI como potencial guerrero de la Jihad islámica le bastaron a Trump para devolver el debate electoral a ese carril de intolerancia por el que ya embistió a jueces y periodistas.
Los pedidos de renuncia de Barack Obama a la presidencia y de Hillary Clinton a la candidatura demócrata pueden parecer una anécdota más del excéntrico magnate, pero no su promesa de prohibir el ingreso al país de ciudadanos por su religión o su origen nacional.
El ataque de Orlando combinó de manera dramática el fantasma de los atentados dentro del país (Nueva York 1993 y 2001 y Boston 201) con un espectro más aterrador, la captación de soldados de la Jihad entre los propios norteamericanos, como ya pasó con jóvenes europeos.
Pero, políticamente, lo interesante es que entonces y ahora la idea que se forjó la dirigencia de Estados Unidos sobre el mundo nunca dejó de exhibir las dos caras de una moneda por lo menos exótica.
Del anverso, nos muestra el aislacionismo al que ha tendido cíclicamente Estados Unidos para quedar a salvo de todo riego fronteras adentro. Pero del reverso, revela la pretensión como potencia de sacar el máximo provecho en todo el planeta.
La respuesta que ensayó Trump a esa ambigüedad fue simplista e intolerante: replegar a Estados Unidos de todos los conflictos internacionales posibles e impedir el ingreso de extranjeros, pero al mismo tiempo “Devolver la Grandeza a América” como primera potencia mundial.
La reacción de Hillary Clinton se distinguió por su tolerancia hacia el Islam, pero no dejó de atribuir la masacre a un “virus” que viene del exterior. En su caso, lo que haría como presidenta puede adivinarse por sus cuestionadas decisiones en Libia y en Siria como Secretaria de Estado.
Así las cosas, las consecuencias del episodio de Orlando son impredecibles, tanto como las decisiones que adopten los líderes políticos estadounidenses según los resultados de las elecciones presidenciales de noviembre.
Presidente Fundación Embajada Abierta
Ex Embajador ante la ONU, Estados Unidos y Portugal