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Túnel

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A rauda velocidad, vamos hacia el pasado. Perfume de otrora, palabras de entonces, mitos de otros tiempos, mentiras pretéritas: todo encaja. Aterrorizada por los desafíos del presente, una gruesa capa de argentinos se regocija con los fastos mortuorios del tiempo ido. A él quieren volver, en él se referencian. La desesperación es evidente: despunta 2011 con consignas de hace medio siglo y desde el corazón del Gobierno se inyectan dosis colosales de esta terapia de puro pasado. Algunos casos recientes patentizan el imponente regreso al pasado.

En un restaurante de Palermo bautizado Perón Perón y preferido por el elenco ministerial y la dirigencia kirchnerista, a los parroquianos se les administra cada noche una grabación en la que, con toda su voz, se lee una proclama partidaria que termina al grito de “¡Viva Perón, carajo!”. Aparentemente, el comedero es un exitazo económico, pero el comensal que quiere comerse una mousse de chocolate debe ordenar al compañero gastronómico un “cabecita negra”, fino humor nacional y popular.

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El jueves, en otra escena reveladora del alucinante retorno al pasado, el Gobierno inauguró unas Jornadas Nacionales Juveniles Presidente Kirchner, que se proponen encuadrar a veinte mil jóvenes para que salgan a pintar mil escuelas de todo el país. En el acto inaugural, presidido por tres ministros (Alicia Kirchner, Carlos Tomada y Alberto Sileoni, este último titular de la cartera de Educación), la barra congregada coreó las siguientes consignas: “¡Somos de la gloriosa juventud peronista, somos los herederos de Perón y Evita, a pesar de las bombas, a pesar de los fusilamientos, los compañeros muertos, los desaparecidos, no nos han vencido!”.

El clima de hace cuarenta años se torna omnipresente en el verano argentino de 2011. Como si en lugar de Barack Obama, el que durmiera en la Casa Blanca fuese Richard Nixon y el mundo siguiera hegemonizado por los Estados Unidos y la Unión Soviética, el rostro público de la diplomacia argentina arremete contra la existencia de una academia de perfeccionamiento policial establecida por los Estados Unidos en El Salvador y a la que han sido enviados agentes de las policías Federal y Metropolitana. En su filípica, Héctor Timerman arde de antiimperialismo y acusa a la Casa Blanca de formar torturadores y técnicos en golpes de Estado.

Escenario aterrador, la Argentina está cruzada por una llameante retórica directamente anclada en preocupaciones, problemas y lenguajes de hace medio siglo. El mero hecho de remitirse, como guía y faro, a un hombre muerto en 1974 y que nació en el siglo XIX releva de mayores argumentos. Como una regurgitación demorada y especialmente acre, el país degusta los sabores de los tiempos idos.

No es un espontáneo proceso de patológica nostalgia. Se trata de un fenómeno infinitamente más grave, porque lo que sucede es resultado directo de una política oficial; el Gobierno habla desde el pasado y con el vocabulario del siglo anterior.

No se registran antecedentes similares, ni en la región ni el mundo conocido. ¿Quién hace política en Chile reivindicando a Salvador Allende? ¿A quién convoca en Uruguay la mención de Raúl Sendic o Líber Seregni? ¿Se moviliza al Brasil mentando a Getulio Vargas o a Joao Goulart? ¿Es que en Bolivia se arma el futuro desde la evocación de Víctor Paz Estenssoro o Juan José Torres? No es el caso argentino: aquí mandan los muertos, las heridas del pasado, las cuitas de otros siglos. Tiene prestigio despotricar contra Julio A. Roca, resignificar a Sarmiento, reconsiderar a Rosas, embobarse con el combate de Obligado.

Todo encaja en esta dialéctica taciturna y su necia idealización del pasado: el 24 de marzo, para “recordar” el día de 1976 en que las Fuerzas Armadas tomaron el poder, la Argentina cierra por feriado nacional. ¿Recordar? Nostalgioso pero pragmático, este país decide que, siendo ese día un jueves, mejor es declarar feriado también el viernes 25, para que la “industria” turística aproveche. El peor de los mundos: mortuorios y superficiales, pero esencialmente enemistados con nociones mucho menos rimbombantes, como trabajo, seriedad, contracción a la tarea, nuevos paradigmas, criterios diferentes.

¿Por qué las cosas se han dado así? Es como el producto de un reflujo esógafo-gástrico: recuerdos de ingestas muy antiguas se hacen presentes en el paladar cotidiano de la Argentina. Una cínica e inescrupulosa manipulación de los menores de 40 años es llevada adelante por una conducción abroquelada en la idealización del pasado. Empachados de relatos, pipones de epítetos ya opinables antes de que el Che Guevara muriera, reciamente vueltos al pasado, quienes conducen la Argentina hace casi ocho años perseveran en su incontenible apelación a mitos y leyendas de otras épocas.

No hay problemas nuevos ni objetivos diferentes a los de hace medio siglo. Lo más revolucionario que se escucha salir de la boca de los paladines gubernamentales es retornar a la segunda mitad de los años cuarenta, mentada como época feliz en la que la mitad de la riqueza nacional iba a manos de los pobres.

El despropósito central de estas miserias conceptuales es que la realidad tangible de la cotidianidad ridiculiza la jerga de las proclamas oficiales. Esta semana una formación ferroviaria de carga fue bloqueada en José León Suárez y saqueada por habitantes de la villa La Cárcova. Violencia, rapiña, delito, locura, represión, muertes. Ahí está la pobreza, irreductible, feroz, desmesurada y –sobre todo– ajena a relatos, mitos e hipocresías. Al igual que en la Argentina de mediados de los menemistas años noventa, dos décadas después subsiste, más grave, profunda y esparcida que nunca, la tragedia de una pobreza y un atraso patentes y clamorosos.

Mientras Timerman denuncia al imperialismo yanqui, la juventud kirchnerista quiere ser como la JP montonera de hace treinta años y las gastronomía justicialista hace delivery de setentismo al plato, el país duerme la siesta de un palabrerío finisecular, entusiastamente encuadrado en el túnel del tiempo.