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Turismo a la argentina

La ignorancia es un gran estímulo si uno se encuentra dispuesto a creerlo todo y a sorprenderse por todo. Quizá a causa de esa razón, el periodismo funciona como la gran maquinaria didáctica de nuestros tiempos.

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La ignorancia es un gran estímulo si uno se encuentra dispuesto a creerlo todo y a sorprenderse por todo. Quizá a causa de esa razón, el periodismo funciona como la gran maquinaria didáctica de nuestros tiempos. En sus espacios compartimentados, todo el saber efímero se construye como masa crítica de algo que un día de estos explotará bajo la forma de una idea. Leemos el diario, relacionamos temas, creemos que estamos a punto de pensar en algo… y después cambiamos de página. En ese punto, el cuerpo mismo del diario abandona la sinapsis neuronal y se presenta como una antología de diversos temas. Sin embargo, cada noticia puede a su vez brindar la apariencia de un microcosmos, hasta suprimir, al menos mientras dura la lectura, y por peso específico del material consultado, la dimensión misma de la realidad. Cuando esto ocurre, el periodismo muta, entra en ignición, alcanza las altas dignidades del pensamiento especulativo.

Esa es, al menos, la impresión que tengo cuando me hundo en los suplementos de ciencia de algunos periódicos. ¿Cuándo tendrá PERFIL el suplemento específico y propio? El otro día, me devoré “Pasajeros del tiempo”, una nota apasionante en el existente Futuro, de Página/12. En ella, Claudio H. Sánchez analizaba el tema por excelencia de la ciencia ficción y de la literatura fantástica: qué pasaría si alguien viajara al pasado y deliberadamente o no realizara un gesto o cometiera un acto que transformara el curso de la historia. Recuerdo, y puede que cite mal, un cuento de Bradbury que no releo desde las cavernas de mi adolescencia: en un futuro convenientemente norteamericano y próspero, hay una empresa que produce y garantiza viajes al pasado más remoto. Hay alguna clase de preservación gracias a la cuál podemos ver dinosaurios y pterodáctilos y velociraptores sin que nos dañen. La prevención es obvia: “No toques nada”. Uno de los tantos turistas del tiempo, que se traslada sobre una alfombra neumática, pisa sin advertirlo una mariposa. A la vuelta del viaje, el mundo contemporáneo se ha vuelto una ruina.

En un resumen exhaustivo por tratarse de una nota breve, Sánchez informa que la mayoría de los científicos considera que los viajes al pasado son físicamente imposibles, menciona la máquina del tiempo ideada por físicos que conjugan dos agujeros negros unidos por un túnel y que giran a velocidades disímiles, trae a cuento la objeción de Stephen Hawking (si alguna vez se construyera la máquina del tiempo, ya habríamos recibido la visita de viajeros provenientes de un futuro en que los viajes al pasado son posibles), pero no menciona una posible objeción a esa objeción. ¿Quién ha dicho que aún no han llegado? Si mañana nos visitara un viajero futurista, ¿por qué necesariamente habríamos de reconocerlo como tal? ¡Se supone que vendría protegido y camuflado para no arruinarse el futuro modificando nuestro presente que es su pasado! En fin: es obvio que objetar una objeción de Hawking no nos vuelve genios de la física ni nos condena necesariamente a la silla de ruedas.

La nota de Sánchez sigue y me encanta parafrasearla para beneficio del lector de este diario. El periodista revisa el famoso comentario de Borges sobre el poema de Coleridge, deglute la posibilidad de un viaje corto, de un día, en el cual abrimos la heladera de casa y nos encontramos con lo que ayer comimos y sabemos que está en nuestra panza (una cruda o cocida desmentida a la afirmación de que los entes no deben multiplicarse innecesariamente), y nos recuerda los problemas que debe haber tenido el guionista de Volver al futuro para volver verosímil que un personaje se encuentre a sí mismo en los celuloides del tiempo, pero más joven.

Mi sospecha es que el tema del viaje en el tiempo puede interesar en Argentina por dos motivos. Uno de orden político, y otro personal y psicológico. El primero, a juzgar por cómo anda el país –es decir, por cómo sabemos que anda siempre, desde que existimos en él–, no podemos dejar de pensar en que, si fuera posible, cada uno de nosotros se haría un viajecito al pasado para corregir, con la mano más leve, los grandes desastres de nuestra historia. El segundo se deduce del primero: nuestra vida es una colección de errores encadenados (en algunos casos, encuadernados) que se van sucediendo sin que esa mano maestra, nuestra conciencia del presente, pueda atinar a corregirlos. Así, la catástrofe se continúa con los años. El último error ocurre cuando un periodista anónimo escribe mal nuestro apellido en la página de necrológicas.