Cuando empieza el verano soy feliz y me da por citar a Mark Twain con aquello de “quiero irme al Paraíso por el clima y al Infierno por la compañía”. Ah, no, señora, no, no me diga que me estoy autoplagiando porque hace unos días puse la misma frase en un artículo que escribí para “un prestigioso matutino de nuestra ciudad”. No es plagio: lo que pasa es que el proyecto me encanta, así como me encanta, y también la repito, aquella frase de Bernard Shaw cuando aseguró que “a los siete años tuve que interrumpir mi educación para empezar a ir a la escuela”. Y espero que ninguna especialista en docencia se escandalice y que si está a punto de hacerlo piense en lo que debe haber sido eso que se llama la escuela pública en Inglaterra en tiempos del señor Shaw. Y usted tampoco se escandalice, señora, porque yo haya citado a dos autores de la pérfida Albión. Si quiere nos dedicamos por unos renglones a América latina, cosa que es muy políticamente correcta. Pero me parece que mejor no, porque lo que yo quería al empezar estas líneas era hablar de algo muy concreto y actual: el calor, señora, el calor.
A mí me encanta el calor y aquí sí que le permito que se escandalice si usted pertenece al club de los invernales. El calor, si me permite, es total, absolutamente literario. Sumamente conveniente, eso es lo que le quiero decir. Cierto es que Mankell se dedica con unción a contarnos cómo Wallander sufre el frío y la nieve y los vientos que sacuden la farola del balcón mientras come alguna cosa de pasada, que le va a sentar mal a su diabetes, su acidez, su dolor de cabeza, su resfrío, etcétera. Pero también es cierto que Camillieri nos va a sumergir en el calor de Sicilia mientras pone al comisario Montalbano a reflexionar sobre los actos y los dichos del procurador Appicchiafuocco y también las actitudes sumamente sospechosas del dottore Piccirinolli mientras se sienta a la mesa de un boliche del camino a la provincia de Trapani en donde él sabe que se comen unos salmonetes rellenos con salsa de espárragos que son de locura.
Y bien, yo, que quiere que le diga, señora, me quedo con Sicilia, el mar, el apetito de Montalbano y los salmonetes rellenos (y siento cierta debilidad por Kurt Wallander). Creo que podría acompañar a Montalbano en sus andanzas. Pero a Wallander solamente lo miro de lejos y cruz diablo de pensar en ser su ladero. Eso jamás. ¿Con ese frío? Ni loca.
Pero aparte de Ystad y de Vigatà, queda el asunto de escribir una novela o un cuento en los que el clima tiene un papel preponderante. Como nos enseñaban en la escuela, ¿se acuerda, señora?, cuando nos decían que uno de los rasgos fundamentales del romanticismo era ese asunto del clima acompañando los estados de ánimo de los protagonistas que por cierto sufrían como chanchos que llevan al matadero aunque esta comparación muy delicada no sea.
El calor es indispensable, señora, si usted quiere drama. Porque la nieve todo lo cubre y todo lo silencia y el calor, señora, todo lo hace explotar.