El crecimiento cero fue la resultante de una serie de deliberaciones de un grupo de economistas, sociólogos y politólogos, bajo el paraguas del Club de Roma. Obsesionados por el agotamiento de los recursos y el empeoramiento de las condiciones de vida de la población, pusieron el foco en el equilibrio sustentable entre recursos, población e ingresos. Su propuesta fue cristalizada en un informe del año 1972 en el que justamente propiciaban el “Crecimiento cero”. Proponían morigerar las expectativas y bajar un cambio (sino dos) en la voracidad de recursos de los grandes tigres mundiales para lograr una redistribución más armónica.
La Argentina permaneció ajena, como muchas otras veces, a las grandes discusiones globales. Pero los diseñadores de su política económica lograron a mano alzada lo que a otros les llevó largas jornadas de análisis y proyecciones. En el último medio siglo, la economía nacional lo ha logrado: algo más de 2% de crecimiento anual promedio medido por su PBI total, según estadísticas del Banco Mundial. Pero como la población creció a una tasa superior al 1,3% promedio, el ingreso por habitante creció menos del 1% anual en estos cincuenta años. El tema se agudiza más en los últimos tiempos: el promedio de crecimiento del PBI por habitante fue del 0,6% en las dos décadas 1998-2018 y un vergonzoso 0% para la última década (2008-2018). ¡Misión cumplida!
En una economía estancada igual ocurren cosas. La dinámica social no se detiene a las puertas de las estadísticas económicas:
◆ Desaparece la magia del crecimiento. No se puede acudir al crecimiento como la fórmula para eludir la restricción de la escasez.
◆ Desaliento a la inversión. Solo crecen los nichos o los que ganan terreno a costa de otros. La exportación podría ser la opción para romper el cerco, pero las exigencias son mayores que en el mercado doméstico.
◆ Estancamiento del empleo. La ralentización de la inversión produce un efecto lapidario sobre el empleo privado: baja la demanda laboral y le quita rotación natural al mercado del trabajo.
◆ Salarios congelados. La baja de la demanda laboral hunde los salarios, y estos, a su vez, intentan zafar gracias a su poder de negociación, pero a costa de bolsones de salario de subsistencia o informalidad.
◆ Consolidación de la pobreza. El impacto en el empleo y el salario deriva directamente en un crecimiento de la tasa de pobreza. En los últimos treinta años casi se triplicó en la población urbana del país.
◆ Empleo público. La solución al estancamiento del empleo es ofrecida por gobiernos locales duplicando la tasa de empleo en los últimos 15 años.
◆ Sistema jubilatorio quebrado. Menos empleos también implica dificultad para financiar el sistema jubilatorio.
◆ Presión impositiva creciente. El otro costado de esta ecuación es el financiamiento de aparatos estatales cada vez más gravosos: asfixian la inversión y refuerzan el círculo vicioso.
◆ Tasas de interés exorbitantes. El Estado deficitario compite con los privados para captar fondos internos y externos presiona la tasa.
◆ Vulnerabilidad externa. Al depender del financiamiento externo se altera el equilibrio en la balanza de pagos, se volatiza el tipo de cambio y se afianza la dependencia externa.
El crecimiento no es solo un horizonte optimista, es una exigencia para romper el cepo de la política económica el último medio siglo que ha navegado entre la utopía y la exclusión.