Cuando murió mi abuela Juana, al volver del cementerio mi mamá entró a la cocina a hacerse un té. Salió segundos después, emocionada: “Chicas, por suerte quedó en la alacena y sin abrir un frasco de dulce de cerezas hecho por la bobe…”. Se me hizo un nudo en la garganta: no puedo comer nada que haya cocinado con sus manos, pensé; ella está muerta, cómo voy a comer algo vivo hecho por alguien que murió. ¿Cómo voy a hacer desaparecer el último resto de su vitalidad, me dije, pese a que adoraba ese dulce, parte del sello personal de mi abuela?
Y un día también mi mamá murió y nos dejó a mi hermana y a mí, extranjeras, en la patria de los vivos. Regalamos la mayor parte de su ropa, apenas nos quedamos con algún pañuelo o un abanico, y sus innumerables libretas colmadas de su coqueta caligrafía. Aún hoy, a ocho años de su muerte, encontrar una agenda o un escrito de mi madre me sobresalta: siguen siendo letra viva esas recetas o anotaciones. No pude tirarlas, igual que no pude comer el dulce de la bobe; son sus rasgos singulares los que están ahí: ¿con qué derecho voy a hacer desaparecer de este mundo algo que ella consignó con interés, necesidad o incluso amor?
La muerte de un ser amado disloca el sentido e inicia la reconstrucción de la propia vida sin el otro. Aparecen todas las preguntas, todas las nostalgias, las del pasado en común pero también las del pasado del otro, en el que ni siquiera existíamos pero que dio las herramientas fundacionales para que nuestro amado fuera quien fue.
En su último libro, La ridícula idea de no volver a verte, Rosa Montero disecciona el duelo en dos direcciones. Por un lado, relata la historia de Marie Curie, la física y química polaca y dos veces Premio Nobel y, por otro, cruza los rieles de su propia vida por sobre el destino de Curie, para poder narrar lo inenarrable: la muerte del marido, el compañero de vida. Pierre, esposo de Marie, padre de sus dos hijas pequeñas y también científico y Nobel, murió atropellado por un carruaje en 1906. La noticia de esa muerte violenta llega de la calle como un rayo para Marie, quien años antes había abandonado su país de nacimiento para ir a París tras los pasos de su amor y la creación de un futuro familiar y profesional. A partir de ese momento, Marie prohíbe a sus hijas nombrar al padre en su presencia, escribe que quiere aullar de dolor y guarda sus ropas ensangrentadas y con restos de sesos, a las que besa en secreto durante meses, hasta que llega la hora de desprenderse del último vestigio de vida de su amor.
Su desesperación se lee en el diario que Curie –la primera mujer que llegó a dar clases en la Sorbona– escribió durante el año posterior al accidente y que es el texto sobre el que Rosa Montero construye este libro extraordinario, que elude cualquier clasificación. El diario de Curie llega a Montero a través de su editora, quien le pide un prólogo. Ocurre que la elegida para prologar ese alarido impreso también atravesaba el duelo de su viudez: Pablo, su compañero por más de veinte años, acababa de morir de cáncer.
Protegida por el velo del pudor, Montero narra su duelo a través de postales delicadas. No hay golpes bajos ni melodrama, sólo vida y muerte por escrito. En la escena que condensa esta dialéctica, Montero cuenta cómo luego de la muerte de Pablo, en un rapto de voluntad vital y para no permanecer “en el nido del duelo”, decidió mudarse y retapizar el sillón favorito de su marido. “Cuando llegó el tapicero para llevarse su sillón, me senté en él desesperada. Quería disfrutar del sudor adherido a la tela, de la antigua huella de su cuerpo.” No se animó a dar marcha atrás, pero el sillón ya no fue el mismo. “Aquí lo tengo ahora, recubierto de un alegre y banal tejido a rayas. Jamás he vuelto a usarlo.”
Escrito como un fluido diálogo con el lector, La ridícula idea de no volver a verte es un tratado sobre el duelo y un conjunto de reflexiones sobre la vida de uno y sobre la vida en pareja, viaje de a dos que alguna vez interrumpe la muerte. A no confundirse: no es un libro de autoayuda sino de literatura en el más alto rango, que transgrede tabúes. Una literatura para abrazar a quien necesita ser abrazado, un exquisito Aleph para almas tristes.
*Periodista y escritora.