Los tiempos de crisis tienen, entre todas sus desventajas, una ventaja evidente: obligan a la sociedad a pensar en problemas que, de otra manera, son sistemáticamente eludidos.
Así, el avance de la pobreza extrema y la exclusión social ha instalado un debate generalizado sobre cómo hacer para terminar con una realidad que ya no es compatible con los más elementales principios éticos de la enorme mayoría de las personas.
En todo el mundo y en todos los ámbitos –incluidos los hasta hace poco inconmovibles organismos financieros internacionales– se analizan propuestas para acabar con este flagelo.
Entre todas ellas, hay una que se destaca por su efectividad y su factibilidad: la renta de inclusión social o renta de ciudadanía, un sistema que, para explicarlo en pocas palabras, define el derecho a la subsistencia como un derecho humano básico y, en consecuencia, otorga a todos los ciudadanos de un territorio el derecho a percibir una renta mínima que garantice su subsistencia.
Hoy, todos los países de la Comunidad Europea están muy avanzados en el camino de la instalación de este sistema. En Alaska funciona a pleno desde 1982.
También en América del Sur hay países que han tomado la delantera. Brasil, con el programa Bolsa Familia. Bolivia, con el bono Juancito Pinto y la Ley Dignidad. En la Argentina, el Plan Jefas y Jefes, hoy desnaturalizado, vaciado de contenido y viciado de clientelismo, fue concebido en la misma dirección.
Sé que hay quienes piensan que estos programas no son sino otra vuelta de rosca en el camino del clientelismo político, la destrucción de la cultura del trabajo y la abierta promoción de la vagancia. No será en este breve escrito donde encontrarán respuesta a esas objeciones. Diré aquí, simplemente, que la debilidad de esos argumentos se irá desnudando cuando el tema se discuta y a medida que la ciudadanía se informe.
Si se me permite una digresión histórica, la renta de inclusión social es hoy un avance tan monumental como lo fue, en su momento, el voto secreto y universal. Y es tan poco conocida y tan resistida, incluso entre quienes serían sus principales beneficiarios, como lo fue aquél.
Quiero, sí, responder brevemente a dos objeciones que inevitablemente surgen cuando se propone el tema. La primera es que un sistema de estas características puede dar lugar a injusticias y a actos de corrupción. Mi respuesta es sí. Está claro que, en Argentina, la renovación del marco ético de la política debe ser el gran paraguas bajo el cual se realice ésta o cualquier otra reforma. Sin control, transparencia y honestidad, toda buena intención inevitablemente naufragará.
Y la segunda es que no alcanza con la subsistencia. Se necesita salud, educación, trabajo… Nuevamente estoy de acuerdo. No es solamente con la renta de inclusión social que resolveremos todos los problemas de los argentinos.
Un ejemplo ilustrativo: la Argentina no puede mantener la actual estructura demográfica, en la que el 60% de la población se concentra en menos del 22% del territorio. De continuar esta tendencia, pronto las grandes ciudades tendrán no ya tres, sino cuatro, cinco o seis cordones de pobreza rodeándolas.
Mi respuesta es que el derecho de arraigo, es decir, el derecho a ser dueño de una fracción del territorio nacional en la cual vivir, debería ser tan universal como la renta de inclusión social. Sólo así se constituirá un capitalismo de amplísima base que permita un desarrollo armónico de la nación. Para ello, es necesario promover la creación de fuentes de trabajo descentralizadas, desarrollar una infraestructura de comunicaciones que termine con el aislamiento de las comunidades y un sólido sistema de educación y salud, entre otras acciones simultáneas.
Para finalizar, una objeción que aparece cuando todas las demás se han dirimido: todo esto es muy difícil y lleva tiempo. Una vez más, de acuerdo. Es difícil y lleva tiempo, como todas aquellas cosas por las que vale la pena luchar.
*Ex presidente de la Nación.