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Un balance catastrófico

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Destrucción. Una imagen que se repite en cientos de ciudades en todo el territorio ucraniano. | AFP

A poco más de un año de la “operación militar especial” desplegada por Rusia en Ucrania, la humanidad se enfrenta con un balance catastrófico. Más allá de que los medios, los corresponsales y las redes sociales nos abruman con los detalles de los avances bélicos y los partes de guerra en el terreno y con las reacciones y respuestas –en términos de asistencia militar y financiera, del desarrollo de las capacidades y la sostenibilidad de cada contendiente y del intercambio de bravatas y narrativas antagónicas–, como consecuencia del conflicto se han desplegado una serie eventos dramáticos a diferentes niveles y con distintas dimensiones.

En primer lugar, el foco belicista de gran parte de la información que circula, de un lado y de otro, ignora o menoscaba el inmenso drama humanitario que la confrontación –definitivamente devenida en guerra entre el Occidente colectivo, encabezado por los EE.UU. y la OTAN, y la Federación Rusa– ha acarreado. La prensa occidental contabiliza unos 8 millones de migrantes y 5 millones de desplazados internos en Ucrania, junto con la destrucción de gran parte de la infraestructura del país, que afecta la vida cotidiana de los habitantes que aún sobreviven o resisten, o de los que han caído o han quedado heridos o lisiados en combate. La misma prensa no es tan generosa ni informada en relación con situaciones similares que sufren los habitantes del Donbass, o los desplazados y los combatientes rusos, pero basta con revisar las fuentes de información alternativas o de medios no occidentales para ver que –salvando las diferencias demográficas– la destrucción y el sufrimiento humano son similares. 

Sin embargo, el drama humanitario se extiende, a otra escala, a toda Europa, afectada no solo por el flujo de refugiados sino también por el rebote de las sanciones económicas impuestas a Rusia. Las sanciones han impactado sobre la calidad de vida y los niveles de bienestar de muchas de sus sociedades. Por lo menos en términos del acceso a la energía y a la alimentación necesarias para su vida cotidiana y de la creciente inflación que las asola. Por su parte, la economía rusa –si bien no ha colapsado como esperaba Occidente al imponer sus sanciones– también se ve afectada e incide sobre la calidad de vida de los ciudadanos rusos y su desplazamiento externo o interno, sin mencionar las situaciones dramáticas que vive la población rusoparlante del Donbass desde 2014.

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La segunda gran catástrofe reside en la incapacidad de los organismos multilaterales –comenzado por la propia ONU– de proponer, impulsar o materializar alguna salida diplomática o negociada al conflicto, más allá de condenas y abstenciones. Esta situación no es de extrañar si las recientes revelaciones de exmandatarios europeos como Merkel u Hollande develan que los acuerdos de Minsk 1 y 2, en la perspectiva occidental, no apuntaban a buscar la paz, sino a embozar el fortalecimiento militar de Ucrania en preparación del conflicto con Rusia. Tampoco es de extrañar que los intentos del entonces primer ministro de Israel de llevar a una mesa de negociación a ambas partes con la aquiescencia de estas, entre marzo y abril de 2022, hayan sido saboteados por el primer ministro británico, Boris Johnson, ni que los esfuerzos del presidente Erdogan de Turquía solo hayan contribuido a algunos acuerdos parciales para la exportación del trigo ucraniano requerido por otras regiones amenazadas por el hambre. Finalmente, la eventual posibilidad de una intervención de China en favor de una negociación y de un diálogo entre Ucrania y Rusia –más allá de su efectiva disposición a involucrarse– se ve claramente amenazada por las presiones de los Estados Unidos y por sus amenazas en relación con el apoyo que Beijing pueda prestar a Moscú.

Es obvio que el conflicto ha rebasado la confrontación entre Rusia y Ucrania, al involucrar crecientemente a los Estados Unidos, a Gran Bretaña, a la OTAN y a gran parte de los miembros de la Unión Europea en lo que el secretario de la OTAN, Jen Stoltenberg, ha calificado abiertamente como una guerra que, además, según el mismo funcionario, se inició en 2014. De hecho, la guerra en Ucrania ha provocado un impacto sistémico en tanto afecta la existencia del orden liberal unipolar existente y da lugar a la profundización del surgimiento de un orden multipolar complejo y diverso en el marco de grandes incertidumbres y de la ausencia o el deterioro de una gobernanza global en muchos campos.

Pese a que más de dos terceras partes de los países miembros de la ONU han expresado su condena a la intervención rusa en Ucrania, lo cierto es que el resto de la comunidad internacional y, especialmente, algunas naciones del sur global y, particularmente, muchos países de América Latina y el Caribe han optado por la neutralidad o por el no alineamiento en el conflicto, probablemente porque no quieren verse inmersos en una crisis que amenaza con sembrar las semillas de una mayor catástrofe: una guerra global con el uso de armamento nuclear, esta vez con la capacidad de aniquilar a toda la humanidad.

*Analista internacional y presidente de Cries.