Hoy termina el Festival de Cannes. Más allá de los premios oficiales, críticos sofisticados señalan que lo mejor que se vio este año es una película llamada The Congress. Su director es el israelí Ari Folman, que hace algunos años sorprendió con Waltz with Bashir, un documental que practicaba la animación sobre imágenes reales. Esta vez, Folman eligió adaptar Congreso de futurología, una nouvelle de ciencia ficción satírica publicada en 1971 por el polaco Stanislaw Lem. Por lo que leí, se trata de una adaptación sumamente libre, aunque el texto original parece pedir a gritos que alguien lo dibuje.
No es la primera vez que una obra de Lem se adapta al cine. El caso más famoso es el de Solaris (1961), que Andréi Tarkovski filmó en 1972, una película emblemática de un director idolatrado por muchas personas a las que no les gusta el cine. A Lem no le gustaba el Solaris de Tarkovski, e incluso prefería la versión de Steven Soderbergh (curiosamente, Soderbergh está también en Cannes con Behind the Candelabra, una biografía de Liberace que juró será su última película).
Tarkovski, atormentado por el régimen soviético, era un director que quería volver atrás, al arte medieval, a su infancia, a la Rusia de los zares, y salvar al mundo de la modernidad: lo que se entiende por un reaccionario. Su cine bello y con gente que volaba inspiró muchas malas imitaciones; era solemne, ampuloso y también genial, con esa genialidad contaminada con la pedantería que Borges les atribuía a Welles y a los alemanes. Lem (1921-2006) era un gran lector de Borges, y de él tomó ideas como la reseña de libros imaginarios que empezó a practicar también en 1971 con Vacío perfecto, un libro brillante y divertido como pocos. Lem podía ser también muy aburrido, como lo demuestra La investigación (1959), un policial filosófico en el que no hay asesino y el detective es un tonto. Aunque a Lem tampoco le gustaba el libro (dice que en Fiebre de heno intentó una corrección y una reescritura), es útil para entender su método: no conozco un escritor al que le gustara tanto describir mundos imposibles, desarrollar teorías absurdas, citar autores inexistentes pero también formular hipótesis que apuntan a una comprensión del mundo más sofisticada que la que ofrecen los medios, la ficción e incluso la ciencia, cuya burocracia siempre trató con mal disimulado desdén.
La obra de Lem parece partir de la necesidad de disimular. Tras algunos encontronazos con las autoridades, se recluyó en un nicho aparentemente inocuo, el de la literatura infantil y la ciencia ficción, género con poca gracia al que llevó por encima de sus posibilidades y al que utilizó como campo para su imaginación desbordante y su ambición de ensayista. Los libros de Lem pasan por arriba de los conflictos sociales y de los dilemas religiosos, como si el comunismo y el catolicismo que impregnaban la vida polaca debieran ser trascendidos mediante un cosmopolitismo cuyo fin era explorar los límites de la razón y de la literatura. En eso también fue muy borgeano, aunque el vertiginoso Congreso de futurología podría ser una novelita de César Aira. Muy popular en su momento, hoy leemos a Lem gracias al fondo polaco para la traducción y, en el país de Guillermo Moreno, gracias a la piratería en internet.