Días atrás tuve que dejar Rusia de urgencia después de leer información confusa sobre un posible cierre de fronteras en el país. Horas antes, el Kremlin había decretado una convocatoria para trescientos mil reservistas. Un decreto que, según algunos medios independientes, escondía un llamado para llevar ese número a un millón de personas.
De un día a otro, jóvenes soldados con una pequeña mochila aparecieron reunidos en una esquina o frente a un colectivo militar en calles de Moscú y San Petersburgo. También algunos mandos altos, con maletines, saliendo de una estación de tren o de camino a algún lado. Siempre con paso apurado.
Mientras me preparaba para irme, los medios hablaban sobre la huida de decenas de miles de jóvenes a través de la frontera rusa con Georgia y Kazajistán. En teoría, quedaba una ventana de 36 o 48 horas antes del cierre total, o de que el gobierno ruso informara a los pasos fronterizos quiénes eran los convocados y, en efecto, que muchos de ellos no pudieran salir del país.
En el cruce con Finlandia, donde esperé nueve horas para pasar al lado europeo, un joven, acompañado por su mujer y su hija pequeña, se enteró de que había sido convocado a las filas. El oficial de inmigración le pidió que sacara la valija del baúl y regresara a suelo ruso. La mujer lloraba, y su hija daba vueltas entre los padres sin saber qué pasaba.
Las imágenes tardaron en impactarme. Era como estar viendo una película; escenas que vi mil veces en algún film europeo o norteamericano sobre la segunda guerra mundial. Sin embargo, con el pasar de las horas fui cayendo en la cruda realidad. Rusia podía convocar un millón de reservistas. El Kremlin advertía sobre el uso de armas nucleares, y un gasoducto crítico para el este de Europa explotaba en la profundidad del Mar Báltico.
La guerra está a la vuelta de la esquina, pensé. Al menos en Rusia, donde amigos míos me contaban angustiados que su hermano o su conocido no había logrado conseguir un pasaje para dejar el país. Otros, sin embargo, me contaban con orgullo que estaban listos para unirse al ejército y “defender a la patria” aunque eso les costara la vida.
Occidente no comprende y nunca comprendió a Rusia. Ni a su gobierno, ni a su cultura ni a su gente. El gobierno ruso no va a dar por perdida la guerra en Ucrania, y no le temblará el pulso para convocar a un millón de reservistas, ni le tembló para decir que el uso de armas nucleares no es un “farol”. Es el resultado de un país que ha hecho culto del liderazgo autocrático desde los tiempos de los zares.
En España, donde vivo, al igual que en otros países de Europa, la guerra suena lejana. Tan lejana como le sonaba a los moscovitas que unos días atrás decían “las sanciones no afectan tanto”, o “en Moscú sigue todo más o menos igual”.
Sin embargo, una guerra mundial está cerca, y los líderes occidentales no quieren verlo o piensan que el camino elegido es el correcto. Envío de armas, visitas a Kiev para fotografiarse con Zelenski, y declaraciones estridentes sobre la libertad, la democracia, o la promesa de una respuesta militar “catastrófica” si Rusia usa armas nucleares tácticas en Ucrania.
Las guerras no comienzan de un día al otro. Inician con represalias económicas, continúan con amenazas políticas, y un buen día se transforman en un enfrentamiento entre jóvenes armados con uniforme militar. Europa debe hacer más para impedir que este sea el escenario final. Debe haber alguna alternativa para conseguir la paz que no sea seguir jugando al “chicken game” con Putin. n
*Ex corresponsal en Rusia.