Cuando se analiza la actividad cultural en nuestro país, se suele atender especialmente a la cantidad de actos o bienes producidos y a los derechos de las personas en ellos involucradas. Las leyes que regulan las diversas actividades de esta índole enfocan la cuestión desde el punto de vista de los creadores y empresarios que producen los bienes en su relación con el Estado, pero no incluyen al destinatario de esa acción, que no es otro que la población en su conjunto.
El derecho de acceso a la cultura es un derecho humano esencial en las sociedades democráticas contemporáneas porque permite convertir la igualdad de oportunidades en una realidad concreta y mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Así lo ha entendido la profusa normativa internacional en la materia y, muy especialmente, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas, que expresamente reconoce el derecho de los habitantes a participar de la vida cultural.
No podemos soslayar que la cultura de una comunidad, siempre plural y contradictoria, expresa su identidad y permite el ejercicio de derechos humanos esenciales, como la libertad de pensamiento y expresión, que incluye la diversidad temática, estética y productiva de cada manifestación. Pero también promueve el desarrollo económico de un país, ya que los bienes que producen estas actividades producen riqueza material y generan empleo.
Las nuevas tecnologías ofrecen una oportunidad única en la historia de la humanidad para la difusión de las creaciones culturales y para un acceso más igualitario de los habitantes a esos bienes. Nunca antes las más complejas expresiones del ser humano han podido circular con la velocidad y posibilidad de masivo acceso como en el presente.
Lamentablemente, nuestro país no ha dado ese debate ni esa reflexión, excepto en círculos muy pequeños y especializados, con directa participación en la producción y difusión de bienes culturales, pero que no han trascendido a la opinión pública. Todavía nuestra sociedad discute sobre cuestiones del siglo XIX, como la división de poderes o el trabajo esclavo, que no han sido resueltas e impiden adentrarnos en los temas de la contemporaneidad que pueden ayudarnos a dar solución a todo aquello que ha quedado pendiente y muy especialmente a la justicia social, severamente dañada por un sistema de inequidad no sólo en la distribución de los ingresos económicos, sino también en el acceso a la educación y a la cultura. La fragmentada sociedad argentina está ausente del gran debate internacional sobre el futuro de la cultura en el mundo digital.
Por el contrario, el año 2010 concluyó en España con un rico y ejemplificador debate sobre esta materia, que se prolonga durante este nuevo año. El 21 de diciembre la Comisión de Economía del Congreso no aprobó la disposición de ley de Economía Sostenible –Ley Sinde–, referida al cierre de páginas web en defensa de los derechos de propiedad intelectual.
Pedro Vallín y Luis Izquierdo destacaron que la mencionada ley constituye la más relevante batalla que se ha librado en política cultural en los últimos años, dado que pone sobre el tapete una durísima reconversión tecnológica de la que saldrá una industria cultural con un nuevo modelo de negocio, que seguramente dejará no pocas víctimas en su camino.
La discusión de esa ley permitió una amplia participación de la comunidad artística, empresarial y política sobre los nuevos modelos de difusión de las artes y la protección de la propiedad intelectual. Los periódicos de estos días dan cuenta de la activa participación de todos los actores en esta cuestión.
Esperamos que las fuerzas políticas que participen en la contienda electoral incluyan estas cuestiones esenciales para la vida de nuestra comunidad en sus propuestas, para convertir en realidad concreta lo que nuestra Constitución garantiza.
*Abogado, constitucionalista, profesor de Derecho Constitucional y Legislación Cultural en UBA, Flacso, UNC, UP.