COLUMNISTAS

Un encuentro en París

Hace mucho tiempo, estoy hablando de veintidós años atrás, pasé una breve etapa en la que me gané la vida exclusivamente escribiendo colaboraciones periodísticas (aquí la palabra clave es “periodísticas”: a lo largo de la historia los términos “colaborador” y “colaboración” han tenido más de un uso. No estaría mal indagar la línea de continuidad entre esos diversos sentidos, a veces prolongaciones secretas, pero la mayoría evidentes).

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Hace mucho tiempo, estoy hablando de veintidós años atrás, pasé una breve etapa en la que me gané la vida exclusivamente escribiendo colaboraciones periodísticas (aquí la palabra clave es “periodísticas”: a lo largo de la historia los términos “colaborador” y “colaboración” han tenido más de un uso. No estaría mal indagar la línea de continuidad entre esos diversos sentidos, a veces prolongaciones secretas, pero la mayoría evidentes). El colaborador periodístico tiene por lo general dos formas de acceder a la publicación: ya el editor del suplemento le pide expresamente que escriba un artículo, ya él mismo le presenta al editor una serie de temas sobre los que escribir, nombrados en la jerga como “sumarios”.
A riesgo de ser inmodesto, diré que había desarrollado un particular talento en el arte de proponer sumarios. Uno de los trucos que rápidamente aprendí es que a los medios de comunicación les gustan las cifras redondas: los 30 años de la muerte de alguien, los 50 de la publicación de tal libro, el siglo del nacimiento de algún otro. Rara vez un medio conmemora los 17 años del fallecimiento de un pintor, o los 43 años de la fundación de una institución. Así que me volví especialista en revisar las fechas de publicación de los libros, los años de las muertes de los filósofos y la fecha de nacimiento de los sociólogos. En ese lejano 1986, por ejemplo, se cumplieron 20 años de la publicación de Crítica y verdad, de Barthes; cualquiera al que le sobre el tiempo y tenga ánimo como para pasar por un archivo puede ver mi artículo sobre el tema, publicado en una revista que apenas duró tres o cuatro números.
Debo estar envejeciendo, pero esos reflejos que antes tenía han desparecido por completo. Quiero decir: recién esta semana reparé en que se cumplen 40 años de Mayo del ’68 (me di cuenta por Babelia, el suplemento cultural de El País de Madrid, que le dedicó un número entero al tema). Qué tonto soy: de hecho aquí tengo entre mis manos un libro de Nicolás Casullo, París 68. Las escrituras, el recuerdo y el olvido, publicado en… 1998. ¡Diez años pasan tan rápido! Vamos de aniversario en aniversario y ni nos damos cuenta (en el ’68 Casullo estaba casualmente en París, y el texto alterna con inteligencia sus recuerdos personales con la interpretación intelectual).
Siguiendo con los recuerdos, a principios de los 90 el que residía en París era yo. Y también Néstor Perlongher. La suya fue una estadía breve y algo desdichada.   Odiaba París, nunca se sintió cómodo en esa ciudad a la que veía, quizá con razón, como demasiado burguesa. Había viajado para pasar un doctorado sobre el culto del Santo Daime bajo la dirección de Michel Maffesoli. También se vinculó con la revista Chimères, que formalmente dirigían Deleuze y Guattari (digo formalmente porque ya casi no participaban), donde llegó a publicar algún artículo. Recuerdo el relato que Perlongher hizo de una de las primeras reuniones de la revista a la que fue. Se estaba por cumplir un aniversario de Mayo del ’68, y nos habíamos citado en un bar de la Rue de la Roquette. Le pregunté cómo le había ido, y contestó: “Había una decena de personas. ¿Podés creer que parecían viejos sesentistas del bar La Paz? De lo único que hablaban es de dónde habían estado en el Mayo, en qué barricada, leyendo qué libro, con qué novia, haciendo qué cosa. Hace 25 años que hablan de lo mismo”. Más tarde caminamos hasta una librería y él, que siempre estaba con poca plata, me regaló Michel Foucault, tel que je l’imagine, de Blanchot. En la primera página se lee: “Digan lo que digan los detractores del Mayo, fue un momento hermoso, en el que cada uno podía hablar con el otro, anónimo, impersonal, hombre entre los hombres, acogido sin otra justificación que la de ser un hombre”. De más está decir que Perlongher al poco tiempo abandonó su posgrado y volvió a Brasil. Al año siguiente murio.