La palabra “deudo”, que se usa tantas veces por pura convención funeraria o incluso por inercia administrativa, viró hacia el sentido de “deudor” hace exactamente dos semanas, en el acto que se llevó a cabo en la Biblioteca Nacional para despedir a David Viñas. Viñas acababa de morir. Todavía tenemos que decir que acaba de morir, porque el impacto de la noticia no cede. La respuesta a la convocatoria de Horacio González, numerosa hasta el desborde, tuvo que ver –según creo– con la mejor expresión de la figura de una deuda: fuimos por lo que adeudamos, fuimos por lo que les debemos a los libros de David Viñas y a David Viñas.
Es preciso subrayar que es porque corren los tiempos que corren, y no por otra cosa, que pudimos despedirlo en el auditorio de la Biblioteca Nacional, citados por su director. Ese acto fue profundamente necesario para nosotros, los que asistimos, y profundamente justo para Viñas y para la literatura argentina, que quedó por una vez exenta de las famas momificadas de las celebridades de panteón y de las famas perecederas de los figurines del momento. Murió un intelectual al que muchos le debemos mucho y ese fue el tono de la reunión que transcurrió aquella tarde de sábado.
Ya se ha dicho que David Viñas nos enseñó a leer de otra manera. Esa manera fue en él siempre la misma, ampliada y reforzada, asentada con el paso del tiempo; pero quienes se nutrieron de ella pudieron elaborar a su vez formas bien diversas: Beatriz Sarlo no lee como Josefina Ludmer, ni Horacio González como Américo Cristófalo, ni Graciela Montaldo como María Pía López o como Marcela Croce; pero todos estos críticos coinciden en reconocer a Viñas como su formador.
Viñas citaba sus referencias: Jean-Paul Sartre, por ejemplo, o por ejemplo, Lucien Goldmann, o más cerca en el tiempo, Terry Eagleton; es decir, su propia serie dentro de la tradición de la crítica marxista. Pero en sus clases había también destellos de otro tipo de sensibilidad crítica, sin necesidad y acaso sin posibilidad de declararlo en menciones explícitas. Una vez, por ejemplo, Viñas trazó una inesperada conexión conceptual entre Borges y el Papa Juan Pablo II. Lo hizo a partir de una caminata que en Palermo lo había llevado desde el predio de la Feria del Libro, dedicada en esa ocasión a nuestro sumo escritor, hasta la explanada que se había erigido para que en su visita a Buenos Aires la ocupara el Sumo Pontífice. Viñas no solía mencionar a Deleuze y Guattari; pero nunca vi a un profesor hacer rizoma (no citar Rizoma, sino hacer rizoma) como a Viñas esa noche. Y las transitadas categorías de las correspondencias y las flâneries urbanas del no menos transitado Walter Benjamin no fueron, que yo recuerde, traídas a colación para nada; pero funcionaron esa noche de manera magistral: en el dejarse llevar por las calles de la ciudad, surgieron semejanzas destinadas a producir un efecto de choque por demás revelador. También funcionaba en Viñas, y no menos magistralmente, la idea de Benjamin de que convenía poner en relación las huellas del pasado con las iluminaciones del presente, y no por mera sucesión temporal. Porque Viñas tocaba siempre lo más actual cultivando al mismo tiempo cierta vocación de anacronismo, interrogando cada vez su ahora desde el horizonte de un mundo que ya había sido. Llevaba a cabo esa idea, la concretaba, lo que es más bien difícil de hacer, en lugar de simplemente invocarla o declararla, lo que es en comparación más fácil.
Hace dos semanas, en la Biblioteca Nacional, hablaron, entre varios otros, Noé Jitrik, Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo (ellos fueron, al igual que Viñas, mis profesores). Jitrik, contemporáneo de Viñas, destacó las respectivas maneras de pensarse en la literatura y de pensar la literatura; una clave de interpretación para explicar tanto la extensa amistad como la extensa distancia. Sarlo capturó, con una percepción casi semiológica, el mal presagio de un gesto nada habitual en Viñas: que no se parara, como solía, para saludarla en el café, la última vez que por un encuentro azaroso se vieron. Piglia por su parte destacó que, en su momento y para su generación, David Viñas significó lo que ya nunca dejaría de significar: una respuesta posible a la pregunta sobre cómo debían escribir los escritores de izquierda.
Porque tal vez exista una manera de ahorrar palabras y evitar malentendidos cuando toca hablar de intelectuales críticos o bien de escritores de izquierda, diciendo que en quien está uno pensando es, por caso, David Viñas.