“Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida.”
Arthur Schopenhauer (1788-1860); de “El mundo como voluntad y representación” (1819), Tomo I, 54.
Hablar de una grieta en el fútbol solo porque los dos clubes más poderosos del país, socios en la pomposa Superliga disputarán una copa inventada para que el campeón regular y el ganador de la Copa Argentina puedan facturar lindo suena desmesurado. Bastante más que eso ha sido la previa, la más larga jamás conocida. Hace casi dos meses que solo se habla de este partido, como una bisagra, para unos y otros.
¿Es tan así? ¿Puede cambiar tanto la historia de ambos? No; o sí, de manera fugaz, a tono con la época, hasta que otro resultado cambie convicciones y sentencias. Nada nuevo. Los hechos ni llegan a interpretaciones, como decía Nietzsche. Hoy son devorados por el vacío de la posverdad. Son… nada.
Puede ser la resurrección de Gallardo, por primera vez situado como perdedor; o la consagración de Guillermo, un técnico eficaz pero sin tanto brillo. ¿Qué provocó este extraño fenómeno de hablar obsesivamente, especular, decir cualquier cosa sobre esta final con semejante anticipación? La absoluta falta de interés por la Superliga. Con equipos que toleran su agonía con más o menos dignidad, un puntero en tres cilindros y una gris disputa para clasificar a las copas. Racing tiene a Lautaro y juega bien. Es el equipo del momento, como hace un ratito fue Independiente. Poco, frente a tanto relleno.
Los protagonistas de la grieta juegan mal, o aburren. River entró en una fase de inseguridad que condiciona a todos. La confianza, la cabeza, es fundamental en cualquier deporte. Muchos boxeadores miran las luces altas o la lona del ring cuando el árbitro los reúne. Evitan cruzar su mirada con la del rival. Más de una pelea se definió ahí, antes de empezar, con un gesto intimidante, paralizador.
Así está River. Porque jugadores tiene, y muy buenos. Martínez Quarta debe recuperar solidez y precisión, porque confianza le sobra. Pinola debe rezar más y Maidana, volver a ser. No será fácil, al lado de laterales que un día son, y al otro día no. Pratto es lo que se ve, un 9 esforzado, jamás un salvador; y mucho menos lo es Zuculini; Scocco debería jugar, como Mora, conmovedor ejemplo de lo que puede provocar la pulsión de vida en un hombre.
Boca es un milagro de continuidad, que desmiente el mito de ser quien cuenta con el mejor plantel. Depende, y mucho, de la vuelta de Benedetto; del resucitado Tevez‒no entiendo cómo los chinos, viéndolo jugar acá, no le inician un juicio, o algo; de Pavón, crack en partidos chicos y no tanto en los chivos; y Barrios, el homeless que encontró lugar cuando partió el inexplicable Bentancur. Que Gago no vuelva –seré políticamente incorrecto–‒le facilita las cosas a Guillermo, que ya bastante tiene buscándole un buen lugar a Tevez.
Dos archirrivales y una copa. Por lógica, debería ganar Boca. Aunque ir tan de punto puede liberar a River de sus fantasmas; si lo hace y se suelta, la cosa puede ser muy diferente. ¿Qué imagino? Un partido jugado en el reino del miedo; de empate largo y penales. Será divertido de ver, salvo que las Barras SA tengan otros planes.
Es que todo puede pasar. La profunda estupidización de este país ha llegado a niveles asombrosos. La prédica diaria prendió fuerte: quien pierda no existirá… hasta que otro resultado lo cambie todo. El negocio los necesita a ambos peleando arriba. En la tribuna, el “no existir” del hincha de a pie es otro tema. Su grieta es el abismo.
La maldita grieta existió durante todo el siglo XX; y de qué manera. Solo que era llamada de diferentes maneras. Lucha de clases, contradicciones internas del peronismo, políticos-partido militar, patria socialista-patria sindical. Eran tiempos duros. Se solía negociar a los tiros, con un fiambre sobre cada mesa.
En los 70 yo tenía tres grupetes de amigos: los politizados, los músicos y los de la cancha. Después, vendrían los del periodismo. Los músicos morían por Huxley, los Doors y “las puertas de la percepción”, pero solo tenían el gas butano de los encendedores para aspirar, y los filamentos de la cáscara de banana para fumar. Así pretendían mutar sus “estados”. ¡Unos tiernos! Sus únicos “viajes infinitos” eran en colectivo, esos destartalados Bedford, vibradores de seis ruedas.
El mundo quedaba lejos. En los 80 llegó la marihuana y pisando los 90, la cocaína. Y yo, en el medio. Como Ma-ssa y Stolbizer, pero bien: pude zafar de los fierros y de la frula. Aunque en 1976, zas, me tocó ser soldadito de la patria.
Instrucción en La Tablada y destino en el Comando en Jefe, sobre Alem. Allí, mi primera tarea era buscar las medialunas, a bordo de uno de los Falcon recién llegados de sus giras nocturnas. Un día, me resbalé por culpa de unas bolitas verdes. Eran granadas. “Eh, mi sargento primero, ¿por qué no guarda estas cosas antes de que volemos por el aire?”, dije, tragando saliva. El se reía.
Lo que más me dolió fue la convivencia. Empecé a tomarles cariño, me hablaban de sus familias, me preguntaban qué leer, cómo era ser periodista. No parecían informes monstruos de Lovecraft. Eran tipos comunes, como cualquiera. Eso sí era el terror.
No solo me enseñaron a cortar el pasto con la mano en La Tablada, o a barrer el balcón que da a Alem. También a sacar ventaja; usar cosas de otros, sobornar, primerear y hacer de la negación un arte.
Cualidades que, quién sabe, podrían haberme sido útiles para probar suerte en el fascinante mundo de las finanzas multicolores. Como Caputo. Así el jefe Peña podría haber dicho que Hugo Asch también es un “orgullo para el país”, y no un pobre columnista irónico de Aldosivi, que no apoya el cambio ni el rumbo imparable de la economía.
Y... no. Así salimos de limitados, don Marcos, qué le vamos a hacer. Una pena.