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Un filósofo a destiempo

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La editorial Cactus, especializada en filósofos franceses (Bergson y Deleuze son las presencias más numerosas en su catálogo), ha publicado a dos cineastas: Abel Gance (1889-1981) y Jean Epstein (1897-1953). Gance y Epstein son de esos nombres legendarios que hoy habitan el olvido calificado que constituyen los estudios académicos. Gance fue el más famoso, un director pionero y megalómano que ponía la cámara en lugares raros y hacía películas muy largas. La más famosa de ellas fue Napoleón (1927), que llegó a durar nueve horas y se restauró varias veces. En la web se encuentra la versión intervenida por Francis Ford Coppola, con música de su padre Carmine. Confieso que la película me derrotó, como también me abrumó el libro publicado por Cactus. Se llama Prisma y es una abigarrada colección de aforismos, poemas, diarios y reflexiones de tono nietzscheano. Gance admiraba a los grandes hombres públicos franceses: empezó con Napoleón, siguió con Pétain y se estacionó en De Gaulle. No quise averiguar si en los últimos años de su larga vida seguía a Le Pen. Pero tal vez haya algo en ese libro tan curioso.

Me fue mejor con los dos libros de Epstein, La inteligencia de una máquina y El cine del diablo. El primero lleva como subtítulo Una filosofía del cine, y los dos pequeños tomos componen un ensayo que no es una fenomenología filosófico-histórica del cine a la manera de los tan recitados tomos de Gilles Deleuze (La imagen-tiempo y La imagen-movimiento), sino más bien una tesis sobre la utilidad del dispositivo cinematográfico para el conocimiento del mundo. La idea central de Epstein es que, gracias a las posibilidades de pasar una película al revés y ralentizar o acelerar la cámara, se pueden apreciar por primera vez el carácter convencional del tiempo y la causalidad, y también la proximidad entre los distintos órdenes de la naturaleza. Así como el proceso de germinación de una planta reducido a pocos minutos sugiere cierta psicología de lo vegetal, la zombificación de las conductas en cámara lenta muestra cómo los humanos pueden ser animales según cuál sea la velocidad. Para Epstein, esos procedimientos propios del cinematógrafo hacen colapsar lo continuo y lo discreto, la materia animada y la inanimada, el orden y el azar, la carne y el espíritu. El cine permite también advertir que la personalidad no es una sola, que la conciencia es ajena a sí misma y que la razón es insuficiente.

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Metódico, ingenioso, Epstein sostiene que el cinematógrafo es otro hito en el progreso de la humanidad hacia la pérdida de todas las certidumbres, cuyas etapas más recientes son la física de Heisenberg y el psicoanálisis de Freud, que permiten evolucionar de un mundo rígido a un mundo fluido. Y nada más fluido que las imágenes del cine, especialmente en sus vanguardias tempranas (antes de que se estabilizaran en una industria derivada del teatro), uno de cuyos clásicos es La caída de la casa Usher, un film del propio Epstein basada en ese extraño y bastante chapucero cuento de Poe. La película se ve hoy como una antigualla, pero se nota por momentos que logra borrar las barreras entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo real y lo imaginario, que logra hacer temblar la maquinaria narrativa. Algo así pensaba Baudelaire que hacía Poe. Pero ya es tarde para otro cine.