COLUMNISTAS
oficio de vivir

Un gesto y nada más

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Creo no haber escuchado nunca a Lou Reed, pero el relato de la viuda acerca de sus últimos momentos me pareció conmovedor y enamorado, que es lo mejor que se puede decir del efecto que alguien causa en otro cuando deja la vida. Reed, según Laurie Anderson, murió haciendo con la mano una forma de tai chi. Hay algo ahí, en ese gesto, que define la vida verdadera de un artista: como si todo el despliegue de una obra fuera en el fondo el diseño que abre o prologa el sentido real, que es un trazo, una marca, imaginaria o no, que se imprime o se rasca en una pared. El último gesto del cantante me retrotrajo a una de mis novelas favoritas, ya citada algunas veces en estas columnas. Se trata de La boca del caballo, de Joyce Cary.

El protagonista, un pintor loco y encantador llamado Gulley Jimson, asevera que lo que le gusta de pintar es el trazo inicial, el movimiento de la mano trazando una curva de izquierda a derecha; después vienen los problemas. El problema de Jimson es que, habiendo sido un famoso pintor de óleos impresionistas en su juventud, después lo atacó la fiebre del arte moderno y empezó con “esa cosa”. La mayor parte del argumento del libro gira alrededor de su intento de recuperar una de las pinturas de su primer período para vendérsela a un coleccionista dispuesto a pagar fortunas por ella, porque él ya no puede pintar así (termina yendo a un museo a copiarse a sí mismo, y luego envejece artificialmente la copia y la deforma para que parezca parte de la serie original). El asunto, ahí, sería la moral de un artista, que prefiere estafar a otro antes que volver atrás. Quien leyó otras obras de Joyce Cary habrá comprobado que La boca del caballo es su única novela moderna, distinta de las restantes; inventar a ese pintor modificó la forma del autor. Quien escribe se escribe. Hacia fuera, una forma como signo. Hacia dentro, una tarea de reforma espiritual.

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