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Un héroe de nuestro tiempo

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Hace quince años publiqué una novela sobre un verdulero de pocas luces que en un ataque de quijotismo confundía la crónica periodística con una descripción de la realidad y, urgido por el sentimiento de inmediatez que despierta la injusticia social, se entregaba a la lucha política. Aunque el libro terminó llamándose El terrorista, durante un tiempo jugué con la idea de aplicarle el título de una novela de Mijaíl Y. Lérmontov, Un héroe de nuestro tiempo, y luego imaginé que abarcaría una selección de esa zona de mis libros que trama la relación entre idealismo, megalomanía y catástrofe. Pero lo cierto es que, apoderándome o modificando esa nominación ajena, nunca había leído la novela inspiradora, hasta que un día..

No puedo adelantar mucho de la novela, aunque esté lejos de ser una novedad, pero es de las que me satisfacen. Una novela, más que despeinada, salvaje, llena de peripecias disparatadas, personajes alejados de los psicologismos y prosa urgente y alejada del estilismo autocomplaciente, una novela en abismo, como un juego de matrioschkas, escrita a los manotones por un militar aburrido y fornicador y jugador empedernido que perdió la vida en las fronteras de la Santa Madre Rusia en uno de esos tantos duelos en que distraía sus ocios la dorada juventud moscovita. Pero lo que quería decir sobre el héroe de nuestra columna es que en la conveniente introducción que da curso a la obra se cita una frase que justifica el motivo por el que ahora estás leyendo esta columna. Escribió Lérmontov: “La juventud tiende al infinito y el secreto de ese infinito radica únicamente en la imposibilidad de alcanzar el objetivo, es decir, el fin”. Ahora entiendo el sentido del destino, que me llevó a elegir un título para que en la demora de la lectura de una obra pudiera yo por fin dar lugar a una frase que, tarde en la vida pero no en la escritura, define un programa estético.

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