En un ensayo llamado Fiebre bibliófila, escribe Cyril Connolly: “La bibliofilia proporciona muchos otros placeres (…) quizá el alivio de la ansiedad es una satisfacción más grande que ninguna otra, ya que me doy cuenta de que sólo cuando logramos tachar de la lista de ‘búsquedas’ un libro, podemos olvidarnos de él”. La frase bien podría ser el acápite de La biblioteca ideal, el libro de Matías Serra Bradford que acaba de ser publicado por la editorial La Bestia Equilatera. Pero Serra Bradford es inteligente y evita que las frases se vuelvan sentencias de autoridad. De hecho, el libro está cargado de referencias (muchas citadas, otras clandestinas) pero que jamás funcionan como veredictos, sino como hitos, marcas, señales que puntúan la narración. ¿De qué clase de narración se trata? Serra Bradford escribió un libro: puede leerse como una novela, un ensayo, una ficción teórica, una autobiografía solapada, pero ante todo está concebido como un libro. No como un texto (lo que supone la ausencia de tapa, contratapa, solapa, precio), tampoco como un relato (lo que alude a un género), menos aún como una fábula (lo que predispone a una sanción moral), sino como un libro. Un gran libro sobre la lectura y los lectores, sobre la lectura como una forma de locura y los lectores como un grupo de riesgo: adictos, sólo que inofensivos.
Matías Serra Bradford nació en Buenos Aires en 1969, y antes había publicados otros libros, entre ellos uno magistral: Manos verdes (Norma, 2004), novela casi cognitiva sobre las posibilidades de la percepción (podría decirse también que es una novela experimental, si no fuera que dicho adjetivo es demasiado poco anglosajón para los intereses del autor). En Manos verdes un jardinero arma, en siete días, un relato hecho de digresiones microscópicas, panes de pensamientos casi ínfimos, pero que sumados uno a uno culminan en una sintaxis que se acerca a su propia enajenación. Hay algo de locura contenida en todos los libros de Serra Bradford. En La biblioteca ideal la forma elegida es levemente más convencional (el fragmento, el capítulo breve, los saltos temporales) pero el resultado es igualmente notable. ¿La trama? Ah, sí, la trama: cuatro personajes, cuatro lectores en todas sus formas eruditas; el amor por la lectura, pero también la lectura como manía; el libro como excusa para la puesta en escena de la personalidad pública, el coleccionismo, la materialidad de la vida libresca (entre líneas se esboza una secreta teoría sobre el dinero), la librería como un mal necesario, la lectura como anestesia para la escritura, y por supuesto la rareza, la extrañeza, la aristocracia del anacronismo: “Voy a la caza de libros mal traducidos de autores cuyas obras ya no se consiguen en ningún idioma”.
La biblioteca ideal tiene un lejano, lejanísimo eco con Peripecias del no, de Luis Chitarroni. En ambos es notoria la sospecha frente al estado actual de la lengua, la búsqueda por convertir a la erudición en neurosis y a la neurosis en libro, el gusto por el chiste privado (las sociedades secretas), la intuición de que la erudición no conlleva ninguna sabiduría, y el desaliento frente a cualquier idea convencional de argumentación. Pero a diferencia de Peripecias del no, aquí los personajes no renuevan el mito de lo inconcluso, de lo imperfecto, de la escritura abortada, sino que simplemente utilizan a la lectura como forma de abstenerse de la escritura: quien lee mucho, no puede escribir. E incluso, no puede vivir. En un pasaje clave, el libro cita un fragmento de una novela de Ivy Compton-Burnett: “—¿Pero ella no hace otra cosa que leer? Espero que no te enseñe a estar siempre con la nariz metida en los libros. Hay otras cosas en la vida. —No en todas las vidas, dijo Graham”.