Imaginen el despiste: la marcha era multitudinaria, abarcaba varias cuadras, y el buen hombre, por desinformado, encajó justamente ahí su onerosa camioneta premium. Los paros y las clases públicas se habían sucedido por varias semanas, chocando una y otra vez con la terquedad del Gobierno. Fue preciso que varios miles saliéramos a las calles, a ver si por fin se obtenía una oferta cuanto menos decente. El hombre de la camioneta podría o debería haber exclamado: “¡Pará, pará, pará! ¿Vos me estás diciendo que un docente universitario gana un sueldo tan pero tan miserable?”. O bien, a continuación: “¡Pará, pará, pará! ¿Vos me estás diciendo que al presupuesto universitario hubo que emparcharlo de apuro porque, si no, con el tarifazo las facultades iban a tener que cerrar en agosto?”.
Hay conflictos que no trascienden hasta que ocasionan un contratiempo en el tránsito: así de mal, así de ajena anda la conciencia cívica. Contó el hombre de la camioneta que hizo asomar un libro por la ventanilla y que, ante esa visión, los estudiantes se abrieron “como el Mar Rojo”. Confío en que, intelectualmente curiosos, se habrán fijado a ver de qué libro se trataba. Infiero que lo habrán encontrado tan banal, tan baladí, tan del que apenas quiere hacerse pasar por culto que se apartaron de inmediato. No para despreciar, por supuesto, sino al revés: para no expresar un desprecio.
Muy bien por los estudiantes, haber sido tan respetuosos. Es de esperar que el buen hombre de la camioneta demuestre el mismo respeto hacia ellos. Hacia ellos, hacia los docentes, hacia todos los que integran la comunidad educativa en general, y hacia todos aquellos que no la integran pero se solidarizan con su lucha en el entendimiento de que, con presupuestos retaceados y con salarios denigrantes, el palabrerío habitual sobre la importancia de la educación no pasa de ser un montón de frases huecas.