Tenía dieciocho años cuando mi familia, dos amigos de la secundaria y yo, partimos en un tour vacacional antropológico-humanístico-cultural por algunos países latinoamericanos. El viaje resultó excepcional desde todo punto de vista, en aprendizajes, degustación de nuevas comidas, avizoramiento de paisajes y especies, sobre todo para quienes prefieren la experiencia inmediata a los libros, cuya cantidad y volumen, descubrí, disminuían velozmente en mi valija. A esa alarma de adicto que ve cómo va desapareciendo la dosis requerida sin que sepa cómo suplir el objeto de su adicción, se sumaba una cierta incomodidad en el contacto con los guías, que en cada tramo del viaje se renovaban, y que atendían con amabilidad imperturbable a nuestras preocupaciones antropológico-humanístico-culturales; bajo esa pátina, yo percibía la sorda titilación de un rencor histórico, étnico. No eran aún las épocas latinoamericanísticas del Mercosur, y aún siendo latinoamericano e hispanohablante, en tanto extranjero seguía siendo gringo.
Desde luego, yo estaba muy afilado para el sentimiento de culpa, ya que en la infancia mis compañeritos de primaria me responsabilizaban —a mí y a mi propia tribu— de haber asesinado a Cristo. Así que yo prefería abstenerme de molestar a los guías con pregunta alguna, mientras imploraba a los cielos por la pronta finalización del viaje. Sin embargo, en medio de aquella pesadilla, se abrieron un día las puertas y viví mi momento extraordinario.
Fue en Iquitos. Nos alojamos en unos bungalows en plena selva amazónica. Recuerdo el olor de la madera, las gradaciones del verde enramándose voluptuosamente en la espesura, el brillo de un haz de luz atravesando cenital la espesura y centelleando sobre una hoja, el deleite de la superposición de voces animales de la selva; chistidos, rugidos, balidos, graznidos, piares, frotes, lamentos, quejas, que se sumaban a las canciones románticas que el guía ocasional, con acompañamiento de guitarra, comenzó a cantar al atardecer con el propósito de voltearse a una holandesa pelirroja que nos había vuelto locos a todos y que en la madrugada se deshizo en gemidos de tigresa encendida.
Habremos estado dos o tres días allí. Una mañana, nos llevaron a conocer a un pueblo esencial, una tribu recóndita, intocada por los males de la civilización occidental, que, nos dijeron, justo en aquel momento estaba practicando sus ritos iniciáticos. Fuimos en fila india, tratando de no pisar en falso una piedra y quebrarnos el tobillo, tratando de no alarmar con nuestras voces y nuestras torpezas y nuestro olor urbano el discurrir de las bestias de la zona que también participaban de algún modo de esa ceremonia cósmica. Cruzamos pequeños arroyitos, nos agachamos ante las infaltables lianas. Dimos algunas vueltas en redondo, porque la circularidad, como se sabe, es la forma preferida de lo sagrado. Finalmente llegamos al claro donde la tribu practicaba sus ceremonias ancestrales. Me llamó la atención la intensidad colorística de las pinturas que decoraban el rostro de los hombres, fruto seguro de un trabajo de destilería de las plantas sin duda religiosas que nos entornaban. Ellos saltaban y bailaban y cantaban algo en alguna lengua y todo se parecía bastante a una película de acción de sábados por la tarde, en el momento en que Moe, Larry y Curly están siendo hervidos en la olla y el brujo corta una zanahoria y la arroja al caldo para endulzarlo, pero como la decepción íntima y la mejor sabiduría indican que todo se parece a todo, callé mi boca y miré.
Pues bien. Aquello terminó y comenzó el intercambio cultural entre los blanquitos curiosos y los nativos sagrados, que nos ofrecían plumas y pedían a cambio los collares y pulseras y relojes y cámaras fotográficas y anillos, en evidente muestra de que el alma acierta siempre en la búsqueda de valores eternos.
Despreciando las advertencias de mi enemigo guía me apresuré a regresar a los bungalows sin respetar las idas y vueltitas rituales. Cuando llegué, desde la veranda, tuve oportunidad de observar como el cocinero y el resto del personal del hotel regresaban furtivamente por un camino lateral y abandonaban sus ropas de actores sagrados. La representación me enseñó todo lo que sé acerca del teatro.